Cuando Donald Trump fue electo presidente de Estados Unidos, la conversación pública y los medios de comunicación no supieron cómo manejar la situación. Desde noviembre de 2016 hasta la fecha, Trump cada día dice o hace algo que rompe con el sentido común y la decencia humana más básica. En la historia moderna del país los medios nunca habían tenido que lidiar con una figura similar. Quizá Richard Nixon, pero ni siquiera.
Frente a la llegada de Trump, los medios —salvo contadas excepciones— reaccionaron de dos maneras. Ambas erróneas y ambas con consecuencias desastrosas.
La primera fue modificar sus formatos para acomodar a la nueva administración y a sus seguidores. De la noche a la mañana se igualaron posturas o, incluso peor, se le dio más peso al racismo, a las mentiras y a las conspiraciones propagadas por el presidente y por quien lo apoya que a los datos y a la verdad.
Bajo el argumento de que Trump representa a la mayoría y su forma de pensar, los medios actuaron en consecuencia. En aras de mantener lectores y rating, o de incluso ganar mayores adeptos, se acomodaron, sin cuestionar, ante esta nueva realidad. Por eso es que hoy, sin empacho alguno, los supremacistas blancos forman parte del mainstream mediático estadunidense.
La segunda reacción, en particular la de los medios que abiertamente se declararon contra el presidente y lo que representa, fueron las microindignaciones. Cada día, en papel y televisión se dedicaban —y se siguen dedicando— espacios y tinta a pequeñas vejaciones inconsecuentes. Que si el presidente no se sabe el himno nacional y por ello no lo canta. Que si mintió sobre el número de asistentes a uno de sus eventos.
Cada dicho sujeto a un escrutinio interminable, magnificado durante el ciclo noticioso diario, y lo único que consigue, aparte de clics, es una importante pérdida de perspectiva. Como la indignación es perpetua, resulta imposible discernir entre lo verdaderamente indignante y lo fútil.
Estados Unidos no es México. Trump no es Andrés Manuel López Obrador. Pero los medios mexicanos bien podrían aprender de los errores de sus homólogos en el país vecino. De no hacerlo serán seis años extenuantes y contraproducentes para ellos y para la sociedad.
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