Cultura

El gran jefe Gómez Cruz

Cuando apenas nos reponíamos del golpe que representó para las artes escénicas la muerte de Ana Ofelia Murguía, una leyenda del teatro mexicano, la guadaña nos arrebató el sábado pasado a otra gran figura del espectáculo: el soberbio actor Ernesto Gómez Cruz, protagonista de películas paradigmáticas en la historia de nuestro cine, como Los caifanes, Canoa, Cadena perpetua, El callejón de los milagros y La ley de Herodes, por mencionar algunas de sus actuaciones más destacadas, que los buenos cinéfilos atesoramos en la memoria. Su nombre quizá no signifique mucho para los menores de 40 años, porque la industria cinematográfica nacional arrincona cruelmente a los viejos, cuando no los olvida por completo. Las grandes estrellas de Hollywood, Francia o España interpretan papeles importantes hasta el último aliento. En cambio, nuestra cultura del autodesprecio le impone fecha de caducidad a los estrellatos, y al rondar los 60 años, cualquier monstruo sagrado obtiene, si bien le va, un pase automático al supporting cast.

Como Ernesto Gómez Cruz nunca fue un galán, prolongó su vigencia mucho más que los actores con buena presencia física. El cine mexicano lo descubrió tarde, a los 34 años, en Los caifanes, un retrato neorrealista de nuestra vida nocturna, donde la lucha de clases queda abolida en la atmósfera onírica de una parranda. En el papel de El azteca, Gómez Cruz mostró desde entonces una formidable capacidad para crear personajes complejos a partir de tipos sociales. Dirigida por Juan Ibáñez, un hombre de teatro que no volvió a destacar como cineasta, Los caifanes presagiaba ya el impulso al cine de autor que vino poco después, en el sexenio de Echeverría. Favorecido por el surgimiento de una camada de directores con ambición y talento, que aprovecharon el mecenazgo estatal para romper con los moldes genéricos de la vieja cinematografía, a partir de los años 70 Gómez Cruz pudo desarrollar a fondo su inagotable potencial histriónico. 

Luis M. Morales
Luis M. Morales

Si en Cadena perpetua, una de las mejores películas de Arturo Ripstein, interpretó magistralmente al torvo jefe de celadores del penal de las Islas Marías, en El callejón de los milagros, bajo la batuta de Jorge Fons, enriqueció con fabulosos matices el papel de don Rutilio, el otoñal dueño de una cantina, casado y con hijos, que por un capricho de la libido se enamora del empleado de una tienda de ropa. Superdotado para extraer el subtexto dramático de cada escena (“la expresión íntima de un ser humano encarnada en un papel, que fluye sin cesar bajo las palabras del texto”, según definió esa técnica Stanislavski), Gómez Cruz comprendía la esencia de sus personajes con extraordinaria sagacidad intuitiva. Nunca pudieron encasillarlo, aunque su fenotipo se prestara para ello, pues encontraba vetas insospechadas hasta en los papeles más modestos. Pude constatarlo al observar su trabajo en Tal como somos, una telenovela de los años 80 donde fungí como argumentista, junto con Carlos Olmos y Carlos Téllez. No había detalle de la personalidad que pasara inadvertido para su fino radar de inflexiones y sentimientos.  

Dentro de la filmografía de Gómez Cruz hubo dos películas enlatadas: Las Lupitas, una cinta de Rafael Corkidi que a juicio de los censores de Gobernación se mofaba de la virgen guadalupana, y Rastro de muerte, dirigida por Arturo Ripstein, donde Gómez Cruz interpretaba a un funcionario corrupto de Yucatán. Sólo se exhibió en la Muestra Internacional de Cine de 1981 y luego fue vetada por el Ejército. ¿Su delito? Denunciar que un gobernador de Yucatán fue ejecutado en un campo militar (agradezco esta información a mi querido amigo Luis Terán, guionista de ambas películas). Pero quizá la anécdota más curiosa de la carrera de Gómez Cruz fue su efímera gloria como sex symbol, gracias al desnudo que hizo en Auandar Anapu de Rafael Corkidi (1974), donde aparecía chapoteando en la poza de un río. Cuando Hiram García Borja, el director del Banco Nacional Cinematográfico, vio la película en exhibición privada, estuvo a punto de prohibirla por creer que Gómez Cruz aparecía con el miembro firme. Eso es pornografía, qué bajeza, vociferó muy molesto. Algunos de los espectadores opinaron que no había tal erección, y para sacar de dudas al funcionario, el cácaro de la sala volvió a proyectar la escena. El tamaño del pene le siguió pareciendo excesivo a Hiram, pero sus asesores, incluyendo a señoras versadas en la materia, dictaminaron que si bien Gómez Cruz poseía una herramienta de buen tamaño, no la mostraba en pie de guerra. Salvada del infierno, la película tuvo un gran éxito en su primera semana de exhibición, y aunque luego se desinfló, pues nadie entendía el cine de Corkidi, un mal imitador de Jodorowsky, el falo exhibido en aquella escena resultó un poderoso imán de taquilla.

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Enrique Serna
  • Enrique Serna
  • Escritor. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Ha publicado las novelas Señorita México, Uno soñaba que era rey, El seductor de la patria (Premio Mazatlán de Literatura), El vendedor de silencio y Lealtad al fantasma, entre otras. Publica su columna Con pelos y señales los viernes cada 15 días.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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