Los días de semana Santa la mamá prohibía encender el radio y los chamacos se privaban de escuchar la radionovela favorita: Kalimán El hombre increíble. “Son días de guardar, de arrepentimiento. Pónganse a leer, o traigan sus cuadernos y les pongo ejercicios de caligrafía para que mejoren su letra, miren nomás esos garabatos: ni ustedes mismos los entienden”.
Frente a la pulcata aledaña al mercado de San Martín Caballero la calle se vestía de gala: Arias, el pulquero, colgaba de lado a lado de la calle lazos adornados con papel de china picado; al mediodía del Sábado de Sloria sacaba los Judas de cartón y como piñatas los colgaba para que su clientela les prendiera fuego y estallaran los cohetes con que estaban recamados; al estallar volaban papelitos donde Arias había escrito los premios: un vaso de neutle, una jarra de tlachicoton, un galón de curado de avena para quien lograra atrapar el boleto que acreditaba el premio.
Ese día en la calle se colmaba de chiquillos; se entretenían tirando de lazo para que los Judas se mecieran como si fueran piñatas. Los infaltables perros de rabos enroscados corrían tras los cohetes que los chamacos encendían y celebraban la tronadera con gritos y aplausos.
Los transeúntes interrumpían su paso y se quedaban a ver el espectáculo del vecindario; las mujeres sacaban sillas y bancos y se apoltronaban a la espera del chou. Los niños atosigaban a sus padres pidiendo un adelanto de su domingo para comprar dulces ahora en vías de extinción: cocadas, obleas, calabazates, alegrías, ates, besos, coricos, alfajore, y contra la calor: nieve, de limón la nieve, servida en cono de papel o en barquillo de harina crujiente.
En la iglesia los santos estaban de vacaciones, cubiertos con telas de color morado daban un toque de misterio a los Días Santos, y los miembros de las congregaciones arribaban al templo con estandartes y bandas de música detrás, y las mujeres entonaban cánticos durante la procesión:
Altísimo Señor/ que supiste juntar/ a un tiempo en el altar/ Ser Cordero y pastor./ Quisiera con fervor/ Amar y recibir/ A quien por mí/ quiso morir…
Previo a la quema de los judas no faltaba quién organizara la coperacha entre los adultos para comprar el cartón de cervezas y refrescar el gaznate, mientras las pláticas de los hombres se eternizaban: evocaban su paso del campo a la ciudad, en busca de menos peores horizontes.
Apostado a la entrada del templo, el párroco –auxiliado por sus monaguillos–, brindaba la hostia a quienes formaban una larga fila, integrada por quienes ya habían pasado por el confesionario a exponer sus pecados y solicitar el perdón.
Afuera de la iglesia relucía la vendimia de pan de fiesta, obleas, figuras policromas de santos elaboradas con yeso; joyería de fantasía… Los fieles lucían sus mejores ropas, olorosos a jabón Jardines de California…
En su estanquillo, el maestro suspendía la lectura del periódico para atender el pedido de otro cartón de cervezas…
–Bien muertas las cheves, bien helodias por favor. Y meta otras el hielo que al rato vengo por más, ¿gusta venirse a gustar, maistro? Ora que se puede, porque ya el lunes hay que irse a machetearle. Anímese, ora que se puede…