Decir que la vida adquiere sentido “gracias al otro” puede leerse, en clave lacaniana, de manera literal: no hay sujeto sin el Otro. El ser humano no nace completo, sino atravesado por una falta estructural. Esa carencia, ese vacío que nos constituye, solo encuentra dirección en la medida en que nos inscribimos en el campo simbólico del Otro: el lenguaje, las expectativas, las promesas que nos preceden. Así, el sentido nunca brota desde un yo autosuficiente, sino en relación con aquello que está más allá de nosotros y que nos convoca.
Aquí se entiende también el lugar que ocupa Dios. En Lacan, “Dios” puede funcionar como figura del Otro absoluto, garante de que hay una coherencia detrás de la existencia. No es casual que la fe proporcione refugio: simboliza la ilusión de que alguien sostiene el sentido último de nuestras acciones. Sin embargo, cuando uno no encuentra allí su fundamento, queda la posibilidad, no menos legítima, de construir sentido en otro registro: el de la praxis, del compromiso con quienes todavía no tienen rostro pero ya orientan nuestro deseo.
Porque el deseo, diría Lacan, nunca es puro instinto: es siempre deseo del Otro. Incluso cuando hablo de mis hijos aún inexistentes, lo que en realidad articula mi esfuerzo es esa alteridad futura que organiza mi presente. Trabajo, me esfuerzo y trato de ser mejor no por una autosatisfacción cerrada, sino porque mi deseo no está solo estructurado en pro de mi mismo si no también en la espera del otro que vendrá.
Ahí reside la dimensión poética y a la vez ética de nuestra existencia: vivir sabiendo que el sentido no está garantizado ni por Dios ni por la completud imposible, pero sí puede ser tejido en los actos cotidianos que abren espacio a los demás. En esa tensión, entre la falta constitutiva y la promesa por venir, la vida deja de ser simple supervivencia y se vuelve proyecto.
