En un mundo donde la realidad tangible se enmarca dentro de la severa autoridad de la metafísica, los objetos permanecen prisioneros de su condición intrínseca.
Son algo; están ahí, son lo que son.
El ámbito de la estética, hija dilecta del compás de la razón que es la filosofía, lleva eras abordando el diálogo entre lo manifiesto y lo intrínseco.
Sin embargo, uno de los destellos más asombrosos de la contemporaneidad es la aparición de un tercer protagonista: la historia anidada en el objeto la cual pone en tela de juicio la primacía de la metafísica del objeto y elevando la narrativa o historia del mismo a una posición prominente en la apreciación estética.
En el vertiginoso carrusel del pensamiento contemporáneo, se ha manifestado un auge en la valoración de la "historia" del objeto como elemento definitorio en su apreciación estética.
Un objeto, pese a sus virtudes estéticas innatas, puede marchitarse en la sombra del olvido si carece de una narrativa que lo trascienda, que lo conecte con el observador y lo transforme en algo más que un simple objeto.
La estética, en este sentido, se transforma en un terreno en el que confluyen la objetualidad, la historia y la percepción.
Un objeto, por más bello y estéticamente perfecto que sea, no es más que una isla deshabitada si carece de historia, de un relato que lo vincule con el espectador, que permita una experiencia que trascienda su mera apariencia, porque aunque el objeto en su sustancia metafísica no cambie, la narrativa que lo envuelve altera por completo nuestra percepción.
En la apreciación estética, tal vez, como en muchas otras áreas de la vida, no se trata sólo de lo que vemos, sino también de lo que conocemos, de lo que nos cuentan, de lo que imaginamos.
Como observadores, nuestra apreciación estética se encuentra ineludiblemente atrapada en la intriga de la narrativa que recubre el objeto, lo eleva, lo contextualiza y lo transforma.
Así, la apreciación estética ha transmutado, convirtiéndose en esencia, un arte de la narración.
