En la esquina de mi casa hay una construcción desde hace un par de años, ahí se anuncia una torre departamental para “vivir la ciudad”. En la cuadra de atrás, está un edificio, solamente ocupado por un residente permanente, una señora mayor, el resto se oferta como rentas vacacionales por Airbnb; en contra esquina ya se prepara otro terreno para el mismo fin. A solo cinco minutos caminando, hay un nuevo negocio, una pareja de alemanes que vende productos orgánicos. A la vuelta se alista la próxima apertura de una sucursal de una cadena de gimnasios.
Y en el medio estamos todos los vecinos que tenemos años viviendo en esta céntrica colonia de Guadalajara, que todos los días amanecemos con un nuevo negocio, otro predio acordonado y caras nuevas por el barrio paseando corgis. Las primeras señales de ese fenómeno que ha arrasado con colonias enteras, cuyo nombre hace temblar a cualquiera que sigue pagando renta: la gentrificación.
El café orgánico, el gimnasio recién inaugurado, el edificio de coworking y los turistas entrando y saliendo de las torres departamentales son las amenidades perfectas para vender un barrio tradicional, que se ha mantenido de pie por su comunidad, la misma que ahora se ve amenazada por este monstruo inmobiliario que se alimenta de la codicia y aplasta el derecho al acceso a una vivienda digna.
Así, de un día para otro, la casa que vio crecer a la familia cuesta cuatro veces más; en la esquina ya no está el abarrote de Vane, que se fue quedando sin clientes con la llegada de tiendas de conveniencia; ni el gimnasio de Carmen, que atiende personalmente a quien llegue a ejercitarse, desplazado por una franquicia; o la pequeña y acogedora cafetería atendida por Ofelia, que nunca está sola porque no falta quien llegue por un café caliente y una buena plática en la barra, reemplazada por un barista de guantes negros y tamaños de bebidas incomprensibles. Todos estos personajes desaparecen de ese barrio mágico para ser una colonia que ahora aspira al título de “la más cool”, a costa de quienes le dieron vida. Se quedan a la deriva, enfrentando una reubicación que se ve imposible: precios inflados, requisitos excesivos y opciones asequibles solamente en la periferia.
Resignados a no poder comprar una casa, solo nos queda exigir la regulación de las rentas para acceder a una vivienda digna, donde se reconozca como derecho habitar, construir y vivir la ciudad, sin temor a ser desplazados, de un día para otro.