Para llegar a la escuela, niños, niñas y adolescentes atraviesan un terreno baldío en la colonia Jardines del Verano, en Tlajomulco de Zúñiga. Ahí, entre la maleza y los pasos, estuvo ocho días el cuerpo embolsado de una pequeña de apenas cuatro años.
Vestida de rosa, vulnerable, violentada y desechada en una bolsa de plástico, como cualquier cosa inservible. El crimen conmociona e indigna. Desata expresiones de ira y exigencias de justicia. Después, se pasa de página. La muerte de una niña se queda para las estadísticas en informes que al final no significan nada.
Un feminicidio es la culminación de toda una historia de violencia. Es el destino de un camino de omisiones, indiferencias y silencios que protegen y alimentan a los depredadores que se disfrazan con uniformes y trajes, pero se asoman entre las bromas misóginas, la complicidad con los agresores y la revictimización de las mujeres.
Esta vez no fue diferente. La madre de esa niña vivía sometida por su pareja, presunto responsable que le habría confesado el crimen sin remordimiento alguno.
En cuatro paredes, se encierran rutinas de violencia, quizá normalizada por vecinos, tal vez conocida por familiares e incluso autoridades. Todos deciden mantenerse al margen, callar y tolerar lo intolerable.
Se repiten una y otra vez. Aquí, allá, en todas partes, con diferentes nombres y contextos; pero con la misma raíz: el machismo y el sistema patriarcal.
El asesinato de esa niña es la materialización de esas palabras y acciones que perpetúan la misoginia, que se replican en la cotidianidad del trabajo, una sobremesa o en la sala de espera de una oficina gubernamental.
Ahí comienza el trayecto hacia el feminicidio; y en ese andar estamos todos. Desde quien calla el acoso a una niña de 12 años, hasta el que se ríe de la joven que intenta defenderse, la que aconseja no usar falda para evitar ser agredida, y el que justifica a un abusador; también están las que se atreven a alzar la voz, señalan al violento y defienden a las víctimas.
El feminicidio de una niña debe doler, revolver el estómago y arder en el pecho social, tiene que movernos a cortar la maleza que encubre la violencia de género, exponerla y arrancarla de raíz. Que la digna rabia sea transformadora. Si no, seguiremos perdiéndonos en el camino.