Estoy segura de que a Donald Trump, la suerte de Jair Bolsonaro le importa un bledo. Su intervención en la política interna de Brasil no tiene que ver con afectos ni lealtades, sino con poder, cálculo geopolítico y el uso instrumental de los títeres de la ultraderecha global.
Bolsonaro no es más que una ficha en un tablero más grande, el del nuevo autoritarismo transnacional que Trump ha querido consolidar desde su regreso a la Casa Blanca. Para el mandatario estadounidense, lo importante no es el destino personal del exmilitar brasileño, sino su utilidad para desestabilizar gobiernos progresistas, erosionar democracias desde adentro y alimentar el mito de las izquierdas "corruptas y vengativas".
El alineamiento entre Trump y Bolsonaro no fue una alianza entre iguales, —aunque Bolsonaro crea lo contrario—, sino subordinación. Bolsonaro imitó el trumpismo 1.0 hasta el tuétano: negacionismo, polarización, violencia, desprecio por los derechos humanos, por las comunidades negras, por las mujeres, y hasta el asalto a la Plaza de los Tres Poderes en Brasilia, convirtiendo a Brasil en un laboratorio del caos. Pero hoy, sin el poder presidencial, sin la inmunidad judicial y con sus redes debilitadas, Bolsonaro es menos un socio y más un subordinado.
Sin embargo, Trump lo utiliza de nuevo porque lo necesita. Necesita mostrar que hay una “persecución” contra los líderes de derecha y que el “sistema” los castiga cuando pierden. Necesita reforzar la narrativa de los mártires de la causa ultra. Bolsonaro es entonces, en sí mismo, una advertencia: si lo tocan a él, "vendrán por todos".
Pero el trasfondo no es sólo ideológico. El trumpismo recargado también coincide con el ascenso de voces soberanas en América Latina, entre ellas, la de Lula da Silva. El presidente brasileño ha tomado distancia del servilismo geopolítico de su antecesor y ha retomado una política exterior activa, con apuestas claras por el multilateralismo, la integración regional y los BRICS ampliados como contrapeso a la hegemonía occidental.
El liderazgo de Lula molesta a quienes se creen emperadores como Trump. Su firmeza y protagonismo en el G7, su rechazo a tomar partido en la guerra en Ucrania bajo presión estadounidense, y su impulso a monedas alternativas al dólar para el comercio internacional son banderas rojas en Washington. A eso se suma un dato incómodo para la narrativa proteccionista de Trump: Estados Unidos mantiene un superávit comercial con Brasil y, aun así, lanza acusaciones de competencia desleal y presiona con medidas arancelarias, dejando claro que la disputa no es económica, sino política.
Y ahí entra Bolsonaro, otra vez, como ficha de desestabilización. Trump no defiende a su amigo; protege el modelo de subordinación que Bolsonaro representaba. Si Lula encarna la soberanía latinoamericana, Bolsonaro es el recordatorio del vasallaje. Por ello, su necesidad de victimizarlo, de hablar de una “cacería de brujas”. Es menos costoso y más estruendoso atacar a Lula a través de Bolsonaro, aunque su hijo, Eduardo Bolsonaro Jr, crea que su lobby en Estados Unidos ha surtido efecto en la defensa de su padre.
La solidaridad entre conservadores no existe; se trata de una relación parasitaria. Sin embargo, la lección es clara: mientras la derecha global se organiza, se “protege” y se recicla, los proyectos progresistas siguen fragmentados. Trump no quiere a Bolsonaro, quiere a su tonto útil, y mientras le sirva, lo seguirá defendiendo. Cuando eso ya no suceda, lo tirará al basurero, junto con otros tantos que han confundido servilismo con poder.