En la entrega anterior, querido lector, escribía en este espacio de nuestro diario, mi orgullo y felicidad de andar por diversos caminos que me dan la certidumbre de sentirme en casa con el calor de los míos.
Sin embargo, todo tiene dos vistas, y ahora comparto con ustedes una experiencia que espero les lleve a la reflexión, como me ocurrió a mí.
Como miles de mexicanos, acudí a recordar a mis muertos, aquellos que contribuyeron con su amor, educación y valores para que pudiera ser la persona que hoy soy, fui a rendirles tributo y en alguna forma a dar cuentas, y mostrarles con orgullo que lo que me enseñaron lo emplee correctamente para ser una persona de bien.
De regreso, inmersa en mis recuerdos, “desperté” rodeada de tráilers, camiones de carga, de pasajeros, y uno que otro de vehículo particular. Sin darme cuenta, de repente, formé parte de las estadísticas de los problemas de este nuestro país, dejé de pensar en los que se me fueron para entrar de lleno a tratar de entender una circunstancia que me es ajena; lo digo en términos de responsabilidad.
Inmediatamente busqué en mi celular información sobre lo que acontecía, no tenía señal, me asomé a ver si estaba alguna autoridad que nos informara sobre nuestra situación, nos dijera cuánto tiempo más deberíamos estar a la espera para que la larga fila pudiese avanzar, y liberarnos a seguir hacía nuestro destino. Con cierto desánimo me di cuenta de que no había alguien con autoridad y responsabilidad oficial que nos cobijara.
Todos ahí estábamos solos, bueno, con nosotros solamente. Al transcurrir las horas y entretejiendo nuestras palabras, las personas salimos de nuestros vehículos a hacer lo que hacemos los mexicanos a la menor provocación: conversamos, platicamos, informamos, detallamos y obviamente conjuramos, “que si oí que van a liberar la caseta en media hora; que si vi que venían unos que parecían de la Guardia Nacional; que sí, una señora ya dio a luz a media carretera… que no estamos solos, que ya vienen a ayudarnos”.
Y como es común, mucho de ello fue fantasía, fue imaginación, pero la verdad no importó, pues juntos, como somos, el tiempo pasó y por fin avanzamos. Me quedó el sabor, después de nueve horas, de que aunque nadie se preocupe por nosotros, aún y cuando sea su trabajo, las personas de bien compartimos no sólo el poder de la palabra, repartimos sentimientos de solidaridad, empatía y optimismo por sabernos acompañados entre nosotros, siempre nosotros solos.