Concepción Lombardo, la esposa del general Miguel Miramón, salió de México en 1867 tras la derrota del Imperio. Tenía entonces treinta y dos años de edad. Vivió más de medio siglo en Europa, apoyada por una pensión que le otorgó la madre de Maximiliano de Habsburgo. Residió en Italia y España, y murió en Francia, en 1921. Dejó escritas sus Memorias, uno de los testimonios más hermosos de la Reforma y la Intervención en México. El manuscrito fue conservado por su hija, que sobrevivía de dar clases de español en Palermo. Francisco Cortina Portilla la conoció ahí, anciana y enferma, y rescató el manuscrito, que publicó en 1980 la Editorial Porrúa.
Las Memorias están dedicadas al general Miguel Miramón. Concha recuerda uno de sus primeros encuentros con él, cuando fue a su casa para decirle que la amaba. Ella estaba sola, le dijo que se fuera: “Pero él entonces sacando la espada me dijo: Si no me da usted un beso la mato. Yo entonces me recargué en la pared, abrí los brazos y le dije: Pues máteme usted. Cuando fue mi esposo, se reía recordando su atrevimiento y me decía: Ese día juré casarme contigo”. También recuerda su vida como esposa del joven presidente (tenía apenas veintisiete años) Miguel Miramón: “Mi esposo, absorbido más que nunca en los negocios públicos, pasaba toda la mañana ocupado, y yo no podía estar a su lado más que a la hora del almuerzo, lo cual me tenía de mal humor”.
Pero las Memorias de Concha Lombardo están centradas, sobre todo, en los días que precedieron la muerte en el Cerro de las Campanas. Ella salió de la capital hacia Querétaro para acudir de inmediato al convento de las Capuchinas, donde estaba preso su marido, el general Miramón. Recorrió un largo y oscuro corredor y subió, uno a uno, los peldaños de las escaleras del convento, convertido en prisión por los republicanos. “Temiendo que mis lágrimas y el estado de pena en que me encontraba, lo afligieran, hice un supremo esfuerzo y contuve el llanto. Calmo, sereno y con su acostumbrada y dulce sonrisa, al verme aparecer en la puerta de la celda, me abrió los brazos, me dio un cariñoso beso, y me dijo: Gracias porque has venido, temía no volverte a ver. Ya entonces me fue imposible contener las lágrimas, que salieron a torrentes de mis ojos, y que en vano había tratado de ocultar”. Pasaron juntos esos días, hasta el final. A veces iban a saludar al general Tomás Mejía, preso también en las Capuchinas. “El general Mejía tendría en aquella época unos cincuenta años, su marcada fisonomía revelaba a primera vista la raza a la que pertenecía. Era más bien delgado que grueso, de estatura mediana y de maneras dulces y afables. Casi siempre estaba en la cama, porque sufría de una grave enfermedad de estómago. Cuando lo íbamos a visitar, se animaba mucho, y solía usar algunas bromas con mi esposo”. Veían también, a veces, a Maximiliano. “El emperador estaba muy triste”. El 18 de junio de 1867 leyó una carta de su marido, la última: “Amada Concha, después que te fuiste, me acosté y dormí; ayer en la mañana estuve como de costumbre, pero a la hora de almorzar, me entró una tristeza que no me ha abandonado (…) Nada tengo que decirte, todo lo sabes, cuídate mucho, cuida de los niños (…) Son las ocho de la noche, todas las puertas están cerradas menos las del cielo”.