Darle calificación a algo que no está terminado resulta ocioso. Nadie puede decir si la sopa del día es buena cuando ni siquiera el caldo está listo. A la obra llamada “Selección Mexicana” le falta mucho más que la firma del autor como para colgarla en la pared de una elegante sala. Así que el análisis debemos basarlo no en el marco del óleo o en el sazón al primer sorbo, sino en los ingredientes elegidos, en los colores y en los sabores que fueron emanando conforme avanzó el proceso de cocción y mientras el pincel y el cucharón iban de un lado a otro. El atrevimiento de una lista con caras nuevas fue plausible. Era más que necesario, tras los siempre turbulentos aires mundialistas, darle oportunidad a los jóvenes que han irrumpido de sana manera en el torneo casero como también necesario darle “descanso” a quienes han llevado el peso del combinado en los últimos años.
Ante Uruguay, todo un chef de alto galardón, la derrota estaba presupuestada desde la convocatoria. Sabíamos todos cómo acabaría la exposición de una obra de museo finamente iluminada ante un rompecabezas aún con las piezas sueltas. De esa batalla, el descaro de Alvarado y la presencia de Angulo que, aunque sufrió con uno de los mejores delanteros del planeta como Suárez, nunca se arrugó.
Después, un Estados Unidos en total restauración. Más jóvenes por México y por ende más dudas. De nuevo a lo individual para rescatar algo. Guzmán levanta la mano para repetir, Arteaga una grata revelación y Lainez que si aprende a que no todo es gambeteo, tiene un futuro promisorio. Eso sí, a México le falta gol y es preocupante. Con jóvenes o sin jóvenes. Con recetas rebuscadas o pragmáticas. Ni Jiménez, ni Pulido, ni Zaldívar. Así que tapemos la olla, esto todavía está crudo.
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