La corrupción es un mal que afecta a todos los ámbitos de la vida en sociedad. Impide que las personas accedan a servicios públicos de calidad, entorpece la correcta impartición de justicia, fortalece la delincuencia organizada, produce la dilapidación de los recursos naturales, frena las inversiones, impide el crecimiento y el desarrollo, genera inseguridad jurídica y, al obstaculizar el disfrute de los derechos humanos en condiciones de igualdad y no discriminación, socava la democracia. En suma, la corrupción frustra el cumplimiento de los fines mismos del Estado.
Particularmente en nuestro país, el grado de enquistamiento de la corrupción en todas nuestras estructuras es escandaloso. La manera en que se ha normalizado en nuestra vida cotidiana y en las esferas del poder público, y la impunidad que la acompaña —la cual lastima quizá más que la propia corrupción, porque entraña una doble corrupción— nos coloca a la par de los países menos avanzados y es el principal obstáculo en nuestro tránsito hacia un Estado constitucional y democrático de derecho.
Como respuesta a esta realidad, y con la amplia participación de la sociedad civil, se estableció en nuestra Constitución el Sistema Nacional Anticorrupción, del cual deriva a su vez todo un entramado complejo de leyes secundarias, cuya finalidad es coordinar a las autoridades federales, estatales y municipales en sus esfuerzos para prevenir, investigar y sancionar los actos de corrupción, mediante el establecimiento de políticas públicas uniformes, instrumentos de medición adecuados, así como una intervención directa de la ciudadanía en la operación del sistema.
Hoy por hoy, este ambicioso mecanismo está a prueba y enfrenta su mayor reto: ser un instrumento efectivo de combate a la corrupción y a la impunidad, de manera que la rendición de cuentas sea una realidad en nuestro país.
Un primer problema para ello radica en la complejidad del propio sistema, que puede revelarse como su mayor debilidad. La multitud de leyes aplicables y de órganos que intervienen en el mismo puede convertirse en un obstáculo para su eficacia, pues basta con que alguna de las piezas del engranaje no funcione para que sus resultados puedan verse comprometidos.
El otro elemento del que depende el rumbo que tome este nuevo mecanismo, y sin duda el más importante, es la voluntad de sus operadores para implementarlo con diligencia, profesionalismo y determinación, de manera que su aplicación se traduzca en resultados concretos, particularmente en el dictado de resoluciones y sentencias que sancionen de manera efectiva y definitiva los actos de corrupción.
En el ámbito del Poder Judicial, esto implica reconocer que la honorabilidad, honestidad, imparcialidad e independencia son valores fundamentales que los jueces tenemos que preservar todos los días y que, como institución, debemos hacer cumplir.
En estos momentos en que la sociedad ha hecho sentir que no está dispuesta a seguir tolerando la corrupción de sus gobernantes, nos encontramos ante la disyuntiva de asumir con responsabilidad y seriedad el compromiso de hacer que funcione el sistema o, por el contrario, perdernos nuevamente en un laberinto de procedimientos tortuosos e inocuos que culminen en la impunidad. Lo que está de por medio es la confianza de la sociedad en sus instituciones y, en tal medida, el futuro de nuestra democracia. No hay democracia que funcione sin una alianza con los ciudadanos; defraudarlos en estos momentos puede provocar un desencanto absoluto en las instituciones, con los graves riesgos que esto conlleva.
Tenemos la oportunidad histórica de hacer que las cosas cambien. Para ello, es fundamental la voluntad política e institucional y el continuo involucramiento de una opinión pública informada y demandante. Si todos los poderes y entes de gobierno, así como la sociedad civil, hacemos la labor que nos toca, estaremos en posibilidad de lograr que la maquinaria de la justicia sea al fin un instrumento de cambio, una vía hacia una renovada institucionalidad y no un obstáculo en la consecución de la integridad, la transparencia y la honestidad en el ejercicio del poder público. 
	 
        