Es difícil liberarse de lo que, con un toque de ironía, llamamos deformación profesional. No creo, sin embargo, ser víctima de ella si enfatizo la profunda convergencia entre la idea de psicoterapia de Laura Fruggeri, autora de Las competencias psicoterapéuticas, y la naturaleza de la tradición filosófica occidental. La filosofía es una conversación, no tanto una ciencia. De ahí que Platón escribiera diálogos que capturan la vitalidad y dinamismo del pensamiento filosófico: el despliegue gradual y comunitario de ideas enfrentadas, a veces contradictorias, otras complementarias, siempre falible y tentativo (nunca dogmático o intolerante). La filosofía no llega nunca a un acabamiento, a un punto final o posesión definitiva de conocimientos: por eso sigue practicándose hoy como en la Antigüedad griega. La filosofía es una práctica, es filosofar. Lo primordial es estimular la discusión, mantener con vida lo que Michael Oakeshott llamaba la conversación de la humanidad: “el más grande de todos los logros” de la especie humana.
Fruggeri, terapeuta sistémica italiana que hace poco dio un seminario en nuestra ciudad, entiende por psicoterapia una conversación entre el terapeuta y su cliente. Así como el filósofo entabla diálogos con otros pensadores o miembros de la ciudad (Sócrates conversaba lo mismo con jóvenes, mujeres y esclavos que con políticos, ancianos, extranjeros o aristócratas), el psicoterapeuta se dedica a conversar con su paciente. No parte de un sistema cerrado de soluciones o principios psicológicos: la conversación misma —siempre particular, siempre única— es lo sustancial. Conversar tiene efectos terapéuticos.
Isaiah Berlin sostiene que, si el filósofo desea comprender a un hombre, deberá penetrar en su modelo de pensamiento y visión del mundo; entender a un individuo implica captar su estructura mental, su sistema de creencias y valores. Esta comprensión, ardua y penosa, requiere imaginación vigorosa, empatía moral y humildad intelectual. El terapeuta —por lo que entiendo— requiere también, y en grado sumo, la capacidad filosófica de penetración en las ideas de los demás. La psicoterapia, escribe Fruggeri, es un complejo encuentro con el Otro, un diálogo genuino entre dos individuos.
El terapeuta tiene, pues, mucho de filósofo: es un homo hermeneuticus —una criatura comprensiva e interpretativa— cuyo género de vida es el arte de dialogar. Pero, a diferencia del diálogo filosófico, la conversación del terapeuta no versa sobre la naturaleza del conocimiento, de la realidad o sobre la moralidad y la política. Versa acerca del malestar psicológico del paciente. El filósofo, por su parte, tiene mucho de psicólogo: “Vana es la palabra del filósofo que no remedia ningún sufrimiento del hombre, porque tal como no es útil la medicina si no suprime las enfermedades del cuerpo, tampoco la filosofía, si no suprime los sufrimientos del alma”, escribió Epicuro. La filosofía era entendida por los epicúreos, los estoicos y otras escuelas helenísticas, como una terapia para los males del hombre. Es significativo que los fundadores de las psicoterapias cognitivo-conductuales se hayan inspirado en los estoicos.
El propósito del diálogo filosófico es enriquecer la experiencia humana: la comprensión y perfeccionamiento del alma (psyche) y de la ciudad (polis). El propósito de la conversación terapéutica es alcanzar el cambio psicológico, el remedio del sufrimiento o malestar individual. Hoy día, sin embargo, la filosofía es concebida ante todo como una disciplina académica profesional a menudo alejada de los problemas del hombre contemporáneo. Olvidamos frecuentemente la dimensión práctica de la filosofía, su antigua vocación por remediar “los sufrimientos del alma”. La filosofía, por ende, haría bien en volverse más terapéutica, más psicológica.
Todo encuentro dialógico posee precondiciones. Una es la apertura genuina a lo que el otro tiene que decir; otra es evitar partir de la supuesta superioridad moral o intelectual del terapeuta o el filósofo. El diálogo supone la voluntad de comprender, la igualdad, el humanismo (nada humano me es ajeno) y que es posible penetrar en las ideas, sufrimientos y experiencias del otro. Todos hablamos desde nuestra propia experiencia del mundo y horizonte histórico-cultural. El terapeuta y el filósofo, insisto, requieren una imaginación radical para comprender otros horizontes, otros esquemas y otras experiencias. Contrario a lo que alegan muchas políticas de la identidad, los individuos no estamos atrapados en nuestros propios marcos o identidades particulares e inconmensurables (a esto Karl Popper llamó “the myth of the framework”). Rechacemos, pues, la soberbia intelectual y el relativismo cognitivo y asumamos que todas las voces tienen algo que enseñarnos. El terapeuta, escribe Fruggeri, también crece gracias al encuentro psicoterapéutico con su cliente.
La conversación funciona, es eficaz: he aquí el cimiento sobre el que reposa no sólo la psicoterapia sino la filosofía y la civilización misma. Como escribió otra italiana, Benedetta Craveri, en La civiltà della conversazione, uno de los pilares de Occidente es la fe razonada en la conversación incesante y autocrítica, en la búsqueda libre y racional de respuestas a nuestros inacabables problemas. Formamos parte de una cultura de la conversación: el diálogo es nuestra mejor forma de combatir el dogma, los prejuicios, la ignorancia, el oscurantismo y el autoritarismo. Por tanto, la psicoterapia no es un negocio o una tomadura de pelo, sino una de las formas del proyecto occidental basado en la imaginación humana y la libertad de la mente para conversar, ejercer la crítica y enriquecer la experiencia. Una mente liberal asume que la conversación siempre será preferible a la ausencia de reflexión y la mera actuación impulsiva y acrítica. Conversar nos humaniza y sana.