“Para mí, no es fácil escribir”, me confiesa una colega de Zapotlán, profesora de literatura hispánica y bibliotecaria, al referirse al proceso de redacción de su tesis doctoral. No es la única: escribir es difícil para todos. Aun el escritor más avezado no deja nunca de sentirse como un principiante: “Elegí ser escritor y a estas alturas aún soy un aprendiz que no sabe nada de su trabajo y para quien cada página es de nuevo la primera y puede ser la última”. Estas palabras de José Emilio Pacheco, pronunciadas en su discurso de ingreso al Colegio Nacional en 1986, son un acto de honestidad intelectual y un consuelo para todos los que intentamos escribir.
La claridad en la expresión y la fidelidad al lenguaje no son una norma estética sino una obligación moral del escritor. Sin embargo, algunas modas intelectuales han erigido como virtudes a la pompa, al embrollo y a la oscuridad. Escribir, por ejemplo, “coadyuvar” en vez de “ayudar” es pura pretensión; decir en seis párrafos lo que cabe perfectamente en tres es una desatención hacia el lector y un abuso del lenguaje. La transparencia, digámoslo de una vez, es la excelencia del escritor. “Quien se sabe profundo se esfuerza por la claridad; quien quiere parecer profundo a la multitud se esfuerza por la oscuridad” (Nietzsche).
Escribir, y aquí pienso no tanto en la creación literaria como en el ensayo y el artículo académico, no es otra cosa que tejer nuestras —siempre enmarañadas— ideas, ordenar nuestras —a menudo ocultas— creencias y, por lo tanto, cobrar consciencia de los límites de nuestra mente. Escribir equivale a pensar, y quien no piensa es incapaz de distinguir entre la belleza y la fealdad, el bien y el mal. Una vida sin pensamiento, dice Sócrates, no sería vida. Por ello todo individuo que aprecie la inteligencia y la belleza, pero también la alegría, haría bien en escribir. Escribir da estructura al pensamiento, aguza la sensibilidad y ensancha la imaginación.
A escribir se aprende como cualquier otra actividad humana: imitando a los modelos, a aquellos que en el campo de las letras y el pensamiento llamamos clásicos (en el caso de la lengua española, a Borges o a Ortega y Gasset). Pero no basta el entusiasmo por los clásicos: lo decisivo es la práctica. Por eso Carlos Fuentes repitió hasta la náusea que “La disciplina es el nombre cotidiano de la creación”, enseñanza que recibió de Alfonso Reyes: junto a nuestro Antonio Gómez Robledo, uno de los humanistas mexicanos más universales de la historia. La verdadera escritura consiste, pues, en reescribir: en pulir y editar disciplinada e incesantemente. Como dijo Borges, “El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio”.
Si nos paraliza la eterna ansiedad por hallar un estilo, no hay mejor consejo que el de Fernando Savater —otro modelo de la lengua de Cervantes—. Siguiendo a Verlaine (“Ante todo, evitar el estilo”), Savater escribe: “Cuando abandoné la voluntad de estilo, me propuse algo más difícil todavía: escribir como todo el mundo. Es decir, como todo el mundo si todo el mundo supiera decir por escrito lo que piensa con perfecta naturalidad”. Abandonemos, pues, la perniciosa voluntad de estilo. Sólo aquel que sea fiel a sí mismo, a los resortes más íntimos de su personalidad, tendrá estilo, pues el estilo —ha dicho el conde de Buffon— es el hombre mismo.
Pero si, a fin de cuentas, “todo es vanidad”, como enseña el Eclesiastés; y si escribir es fruto de la egolatría (“¡Quiero que el público me lea!”, “¡Merezco ser reconocido!”), ¿dónde radica pues el sentido de la escritura? En ser una forma del autoconocimiento. Y éste es el gran imperativo del pueblo helénico, cimiento del mundo occidental, expresado en la sentencia inscrita en el pronaos del Templo de Apolo, en Delfos, aquella que Sócrates —quien por mor a la oralidad y la conversación no escribió una sola palabra— tanto admiraba: “Conócete a ti mismo”.
Escribir no es sólo una forma de explorar nuestra alma y de descubrir nuestra personalidad moral e intelectual; es también, y por encima de todo, una forma de crearnos a nosotros mismos. Y tal autocreación —no el confort, no la posesión de bienes externos, ni el honor social o el ejercicio de la dominación— es la aspiración suprema del hombre moderno, es decir, del individuo emancipado de la tribu y libre de las tiranías. No por nada esta inclinación vital inspiró un verso de Octavio Paz, modernizador cultural de México: “también soy escritura”.