El escritor y periodista Vicente Alfonso cuenta, en su reciente libro de crónicas A la orilla de la carretera, la inverosímil historia del predio La Paz, ubicado en Chilpancingo, Guerrero. Se trata de un “panteón ministerial” que alberga cadáveres que ya no caben en las morgues. Escribe Vicente que, originalmente, el improvisado panteón tenía una capacidad para 240 cuerpos, y el plan era construir gavetas para inhumar a más de 1,200 desconocidos: “Aquí no hay epitafios ni nombres ni flores. Tampoco lápidas: sólo 240 gavetas blancas, idénticas, con el número correspondiente pintado en la esquina superior izquierda y una placa metálica con la clave de averiguación previa. Por lo menos en teoría, el plan es obtener la media filiación de todos e incluso un perfil genético por si algún día alguien se presenta a reclamar unos restos”. Si en 8 años nadie reclama a los muertos de este panteón, serán exhumados para integrarse a una osteoteca, que no es otra cosa más que un depósito de huesos que esperan ser reconocidos.
Luego cuenta que ahí fueron a dar 32 de los 60 cadáveres que, en 2015, fueron encontrados en un horno crematorio de Acapulco que engañaba a sus clientes, pues en lugar de cremar a los difuntos, la empresa los almacenaba en un depósito clandestino y entregaba a los familiares arena con ceniza.
Supongo que es necesario recordar que la restitución de la identidad es un derecho de los muertos, el último junto a un entierro digno. El inicio del fin de la violencia que desde hace años azota al país está, tal vez y parafraseando a Yuri Herrera, en el hecho de que tratemos con auténtica dignidad a los muertos: tal vez así empecemos a tratar mejor a los vivos.
Alfonso Valencia
@eljalf
