Era solo un niño, pero lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Aquella tarde de Navidad, la persona para la que trabajaba durante mis vacaciones -un amigo de mi padre- me dijo que debía regresar a casa de inmediato, sin darme mayores explicaciones. No entendí la urgencia hasta que abrí la puerta y vi las manchas de sangre en el piso. Lo demás es confuso. Solo conservo en la memoria una voz que me dijo:
“Tu abuelo sufrió un ataque al corazón y cayó al suelo. Tu mamá y tu abuela no se dieron cuenta porque estaban en la cocina preparando la cena. Él ya no está. Tú y tus hermanos pasarán la noche en casa de unos amigos”.
Pasaron los años. Ya siendo adolescente, mi madre me pidió que fuera al hospital a visitar a mi otro abuelo. Había tenido un infarto y su estado era grave. No recuerdo qué palabras cruzamos, solo su imagen: tendido en una cama inclinada, en una habitación blanca. Allí murió poco después.
Cuando el corazón falla, todo lo demás -que parecía funcionar a la perfección- se desmorona también. Lo mismo ocurre en el ámbito espiritual. No importa cuán famoso, rico, exitoso o influyente se pueda llegar a ser: Con un corazón dañado, nada ni nadie puede darte la paz y el descanso que tu alma anhela.
Todos hemos fallado en cumplir el estándar moral de Dios. Todos hemos cometido errores que nos avergüenzan y nos llenan de culpa. Todos hemos actuado mal. En una palabra: todos hemos pecado. Y el pecado nos conduce a la muerte espiritual y eterna.
La conciencia nos susurra que algo no está bien. Dios, a través de circunstancias o personas, también nos lo hace saber. Pero las “aspirinas” de las buenas obras, la religiosidad, los sacrificios, los peregrinajes o los esfuerzos personales no curan el corazón enfermo. Lo que necesitamos es un trasplante, y Dios está dispuesto a realizarlo… si se lo permitimos.
“Les daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de ustedes. Les quitaré ese terco corazón de piedra y les daré un corazón tierno y receptivo.”
(Ezequiel 36:26)
Eso es, precisamente, lo que tú y yo necesitamos. La cirugía espiritual ya fue pagada por Jesús en la cruz, a nuestro favor. ¿Quieres orar?
“Jesús, te necesito. ¡Sálvame! Cambia mi corazón. Lávame con tu sangre preciosa. Guíame a conocerte y a seguirte por el resto de mi vida. Amén.”