Empezó como una especie de escozor a media espalda una noche de esas llena de frío y dudas. Intento rascarse pero sus brazos torpes no llegaban hasta el punto problemático y tuvo que incorporarse, encender la luz y buscar un sitio adecuado en la habitación para tratar de aminorar la molestia.
El mejor lugar fue el quicio de la puerta, donde se colocó y empezó a restregarse. Sí, como perro…
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El “bien” y el “mal” tienen rostro, palabras y formas. Todas las características son diferentes y dependen exclusivamente de los ojos que les ven y los oídos que les escuchan.
A él no le importa. Ahora solo el hambre permea su vida y una resaca interminable le obliga a recriminar sus debilidades y antojos.
Para Lalo, los alcohólicos no son malas personas “solo están malitos de aquí y de aquí”, dice mientras señala su cabeza y luego dirige la misma mano para apuntar con su dedo y tocar su pecho a la altura del corazón. Luego sonríe para lanzar la invitación “¿qué?, ¿vamos por unas?”. A veces es solo comedia deportiva pero hay otras en que los gestos se convierten en rondas y las rondas en botellas y las botellas en terribles “crudas” y mañanas de arrepentimiento.
Pero él es joven y puede con eso y más. Quienes estamos más entrados en años deberíamos pensarlo dos veces antes de seguir el juego, de pedir más hielo y de sugerir otra, la mil veces maldita “caminera”, innegable responsable del actual mal-estar.
Al cantinero no le importa si escuchan “La Granja”, aquella magnífica obra maestra de ZZ Top, o “Sombras” en la preciosa voz de Guadalupe Pineda. Lo que interesa es atenderles como se merecen porque son clientes asiduos y siempre traen a alguien más, así que sin desearlo se convierten en edecanes de la cantina y los mejores amigos de la caja registradora, al menos de la suya.
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Ha tenido la costumbre desde hace años. Al lugar al que llega, siempre, acude a dos sitios: el mercado y la iglesia. En uno porque la señora gorda de innegable buen sazón saciará no solo su hambre, también la curiosidad al hablarle del sitio, de los lugares y la gente; en el otro porque ahí se reúnen la fe, el arte y los deseos de esa misma gente. A veces es difícil porque hay un montón de iglesias de un montón de religiones con el mismo Dios de bondad y perdón y no hay tiempo. Nunca hay suficiente tiempo.
Hace unos días andaba en la capital del estado. Le hablaron de la iglesia, no la del centro, sino la otra, la de las orillas, la que antes era un convento. Recorrió el atrio, admiró los retablos, colocó un poco de agua bendita en su frente y se atrevió a hablar por un momento con la virgen. No recordaba oraciones, pero habló con ella y le agradeció y le pidió por sus amados seres.
Luego abandonó el templo y se sentó en una de las bancas bajo la sombra de enormes abedules; les tomaba fotos cuando escuchó el sollozo.
Con curiosidad se acercó y con todo el tacto de que fue capaz preguntó a la joven si se sentía mal o si en algo podía ayudarle. Ella rechazó la oferta, solo quería estar sola. Suponiendo que se trataba de algún conflicto amoroso, de esos de adolescencia en que el mundo está por llegar a su fin y la amada mitad ha decidido deshacer la ecuación, se alejó.
Apenas pasaron unos minutos cuando la chica se acercó. Pronunció palabras ininteligibles a consecuencia del llanto y él pidió calma y repetición. “Su teléfono, ¿me deja usar su teléfono?”. Le ofreció el equipo luego de quitar la contraseña y ella marcó una, dos, tres veces, sin respuesta. Cuando regresó el celular entró la llamada de un número desconocido. “Son ellos”, le dijo.
Se alejó un poco y habló bajo. Dijo dónde estaba y asintió “sí, acá los espero, pero no tarden por favor…”. Respira con alivio y agradece el gesto. “Es mi novio, está todo drogado y dice que me ama y quiso pegarme porque no quise tener intimidad con él. Le pegué con una plancha y salí corriendo sin nada, pero ya viene mi familia por mí”.
Le da las gracias. Dice que se meterá a la iglesia, en la casa del señor nadie podría hacerle daño…
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La comezón sigue pero ahora ya alcanza… las garras sirven de algo…
Alejandro Evaristo