A la memoria de Héctor García Lugo
Ella camina entre la gente con seguridad. Usa gafas oscuras y, para variar un poco, ha decidido recorrer el malecón. La brisa marina humedece su piel mientras avanza al ritmo del oleaje y la agonía de esta tarde.
No tiene prisa por llegar a ningún lugar. Solo anda con pasos firmes y miradas hacia brazos, cuellos, piernas descubiertas y torsos trabajados durante horas en algún gimnasio local.
Aquellos más fuertes y atractivos son elegidos. Al pasar junto a ellos roza apenas algún poco de piel y les impregna.
Los encontrará más tarde, cuando la noche haya avanzado algunas horas y entonces no tendrá mayor problema en transformarlos en su muy particular “grupo de apoyo”. Les ha llamado así porque detesta la palabra “ejército”, siempre la ha relacionado con violencia y malos tratos por alguna razón, ninguna relacionada con experiencias propias.
Sus “pequeños” suman ya un par de centenares en al menos 15 ciudades del país. Comparten como característica común haber sido hombres saludables de entre 20 y 30 años, sin vicios y con un particular gusto por la lectura.
Las personas con charla interesante y abierta siempre le parecieron atractivas.
Quizá por eso respetó la vida de Fernando y Miguel Ángel, se alejó apenas pudo y dejó todo atrás después de destrozar la garganta de aquel que le mantuvo cautiva en la montaña durante un par de días.
Le levantó después de la caída y la colocó con toda delicadeza en la roca habilitada como cama, le desnudó y mientras intentaba curar las heridas sintió hambre.
Su boca se abrió en un movimiento imposible y las tenazas surgieron para apresar primero el rostro, del que arrancaron los globos oculares, los labios, la lengua. Después fueron hacia el cuello y atacaron con fuerza músculos, arterias y cavidades llenas de su propio líquido vital.
Entonces les olió a metros de distancia. Se acercaban peligrosamente y debía salir de ahí porque ahora era una asesina.
Sin mayor problema escaló la roca y salió por aquel hueco horas antes usado por el hombre para ingresar.
Hasta haber alcanzado el exterior cayó en la cuenta. Pese a la reciente caída no había huesos rotos, ni dolor, ni hematomas visibles.
Se sentía hambrienta aún. Por eso se alimentó con los dos hombres que intentaban llegar a la oculta entrada de la cueva y abandonó sus cuerpos semidestrozados y se alejó a toda prisa en sentido contrario.
En sus hermosas piernas no hay rastro alguno de lo sucedido cuatro meses antes. No hay cicatrices, no hay huellas evidentes del golpe recibido. Sonríe por eso.
Se siente observada. Hombres y mujeres recorren con la mirada la cabellera, la espalda semidescubierta, el cuerpo presente de mujer madura. Incluso su sombra resulta bastante atractiva mientras se diluye conforme avanza hacia la luz. El movimiento del pareo al ritmo de la cadera, el contoneo de su cuerpo, la forma en que les mira cuando se encuentra en esos ojos… es imposible no verle…
Con el paso de esos meses ha logrado identificar y controlar el apetito. Ha aprendido a alimentarse sin dejar evidencia de ello y, lo mejor, ha podido colocar su entraña en las más oscuras soledades de la pasión humana.
Ellos no lo saben todavía, pero se han convertido en un séquito de protectores, guardianes y obreros que reaccionarán en cuanto lo decida, en cualquier momento de las próximas noches porque ya es primavera y debe empezar a dar forma a la colonia.
Todos volverán a ella y le alimentarán mientras se involucra en el proceso para dar vida a sus hijas, quienes también se convertirán en reinas y luego se alimentarán de ellos para madurar y formar su propia tribu. Saldrán a encontrar su propio malecón siguiendo el camino del sol, esperando el momento oportuno para descubrirse creadoras absolutas de la vida que arrancarán después.
Ellas tendrán oportunidad llegado el momento. No todas, claro está. Las débiles deberán conformarse con servirles en algún momento. A ellas les arrancará la posibilidad de reproducirse y les enviará con las elegidas para encontrar su objetivo y protegerlas… luego morirán… todos morirán…