Soy una persona que siempre lleva la contraria. Cuestionar cualquier narrativa que va en una sola dirección me resulta natural todo el tiempo. Tomemos como ejemplo el ascenso de la inteligencia artificial (IA), los males de los aranceles y, más recientemente, la sensación de que nada va a obstaculizar el ascenso global de China.
En las últimas semanas muchos inversionistas empezaron a creer este último argumento. Parece que Pekín ganó las guerras comerciales y está a punto de ganar también la guerra de los chips y la de la IA, lo que aparentemente consolida el papel de China como la nueva potencia hegemónica mundial.
Pero hay importantes consideraciones para esta historia.
Permítanme comenzar, para complacer a los optimistas sobre China, al señalar lo evidente: el motor económico de China es extraordinario y su planeación industrial a largo plazo, envidiable. Respondió a la intimidación del presidente estadunidense Donald Trump con una gran demostración de fuerza en áreas como los minerales de tierras raras, las compras agrícolas (donde se alejó de EU y dio un giro de 180 grados) y el desarrollo de tecnología de vanguardia (el director ejecutivo de Nvidia, Jensen Huang, afirma que “China ganará la carrera de la IA”). Aprovechó el aislacionismo estadunidense para tender nuevos puentes en el sudeste asiático, África y América Latina.
Ahora bien, la mala noticia: nada de esto cambió los retos fundamentales a los que se enfrenta el país, sobre todo si el objetivo es reemplazar a EU como la nueva superpotencia mundial.
Estos tres hechos sobre China deben moderar el optimismo.
En primer lugar, a pesar de las nuevas promesas de aumentar el consumo, las matemáticas y la política para lograrlo siguen siendo tan complejas como siempre. En segundo lugar, si bien la diplomacia global ahora es un juego en que Pekín tiene todas las de ganar, hasta el momento ha obtenido muchos menos beneficios de los que debería, considerando las oportunidades más fáciles de aprovechar. Y en tercer lugar, la autocracia sigue siendo difícil de aceptar a escala mundial, lo que dificultará que China llegue a reemplazar a EU (o incluso a Europa) en términos de poder blando.
Comencemos con los cambios que tienen que ocurrir en la economía china. Si bien Pekín desde hace años promete un crecimiento impulsado por el consumo, este no se ha materializado porque exige una dolorosa redistribución de la riqueza desde los gobiernos locales, los bancos y las empresas estatales hacia los particulares.
Esto implica alterar la economía política y todos los intereses creados que la conforman. No es tarea fácil ni en las mejores circunstancias, y es menos probable ahora, dado que la autosuficiencia y un mayor control de las cadenas de suministro regionales y globales son pilares fundamentales de la agenda de Xi Jinping.
El nuevo plan quinquenal de China promete un “desarrollo de alta calidad” mediante la autosuficiencia tecnológica, una mayor modernización industrial y una mayor demanda interna. No cabe duda de que tendrá éxito en los dos primeros ámbitos. Sin embargo, como señalan el economista Michael Pettis, la politóloga Elizabeth Economy y muchos otros, el crecimiento de los ingresos y del empleo no va a provenir de un aumento de la producción de fabricación (que cada vez se realiza más mediante robots), sino de un impulso del mercado a la demanda de los hogares, lo que requiere el fin de la represión financiera.
En su lugar, observamos un aumento de los subsidios estatales a bajo costo (como las nuevas subvenciones de energía para chips de IA), una disminución del gasto de los consumidores y la descarga a Europa de la capacidad excedente que ya no puede destinarse a EU.
Esto me lleva a mi segundo punto. Trump le brindó a China una increíble oportunidad para congraciarse con la Unión Europea al debilitar la alianza transatlántica. Era fácil imaginar a los diplomáticos chinos aprovechando la situación en Bruselas, forjando nuevas alianzas comerciales, compartiendo cadenas de valor o tranquilizando a los europeos con la promesa de que eventualmente podía haber una solución al problema del exceso de productos chinos baratos.
Pero no hay solución, no solo porque el modelo económico fundamental de China no cambia, sino porque es aliado y facilitador clave de Rusia, la mayor amenaza estratégica para Europa.
Todo esto hace que me cueste trabajo imaginar una nueva “alianza euroasiática”, incluso si EU sigue siendo un socio poco confiable para Europa (cuyas probabilidades al parecer disminuyeron luego de las importantes victorias demócratas en las elecciones estatales y locales de la semana pasada).
China es muy buena en mercantilismo, pero no maneja el poder blando con la misma eficacia. El control estatal se está endureciendo, no relajando, a medida que crece el optimismo sobre el dominio tecnológico e industrial chino.
Las actuales purgas políticas son las más amplias desde la época de Mao Zedong. Se puede argumentar que la corrupción es la raíz de éstas, y los asientos vacíos en el último pleno del partido demuestran que Xi lleva a cabo una limpieza interna de manera adecuada. Pero curadores, artistas, intérpretes y periodistas también están en la mira. China no es un lugar propicio para que la clase creativa florezca.
Históricamente, la hegemonía global y la apertura han estado ligadas; el dinamismo económico depende del deseo de las personas y el capital de establecerse en un país. Sin embargo, desde 2015, la inversión extranjera directa en China procedente de economías avanzadas disminuyó 70 por ciento. El número de permisos de residencia para extranjeros que se emiten se sitúa en torno a 85 por ciento de los niveles previos a la pandemia.
Gran parte de esto se debe a las tensiones geopolíticas, pero incluso si las condiciones globales fueran más favorables, no conozco a muchos miembros de la élite multinacional que considerarían Pekín o incluso Shanghái, como una prioridad en su lista de deseos.
Estos factores tal vez no obstaculicen el crecimiento de China a corto plazo, pero son aspectos que todo buen crítico debe tener en cuenta.