Decir que Argentina tiene una historia problemática con el Fondo Monetario Internacional (FMI) es quedarse corto. El país sudamericano, exportador de cereales y relativamente rico, ha negociado no menos de 21 acuerdos con el organismo desde su ingreso en 1956. La mayoría han fracasado. No hay muchas razones para pensar que el vigesimosegundo acuerdo que se está negociando tenga más éxito.
Sin duda, ambas partes tienen razones apremiantes para querer un acuerdo de reestructuración de la deuda de 44 mil 500 millones de dólares del malogrado rescate del FMI a Buenos Aires en 2018. La economía de Argentina se encuentra en una situación desesperada, con una inflación que supera 50 por ciento anual, alimentada por la impresión de dinero del banco central para financiar un déficit presupuestario insostenible. Las reservas internacionales netas son peligrosamente bajas y con los pagos de 19 mil mdd al fondo que vencen este año, el incumplimiento de pagos es cuestión de tiempo.
El FMI quiere dejar atrás el vergonzoso fracaso de su mayor rescate financiero, evitar el fantasma de que Argentina caiga en mora y mostrar sensibilidad ante la necesidad de políticas sociales más fuertes mientras los países se reconstruyen tras la pandemia.
Las raíces de la última crisis son profundas. El gobierno peronista heredó un desastre cuando asumió el cargo en 2019. La economía estaba sumida en la recesión y la montaña de deuda externa acumulada por el anterior presidente, Mauricio Macri, era impagable. El FMI se equivocó al prestar tanto en 2018 con supuestos demasiado optimistas sin insistir en una reestructuración de la deuda privada y en medidas para evitar la fuga de capitales.
El presidente Alberto Fernández consiguió reestructurar la deuda de 65 mil millones de dólares de acreedores privados en 2020, pero las divisiones internas de su partido frustraron los esfuerzos para seguir con un acuerdo rápido con el FMI. Los peronistas radicales argumentaron que el rescate original no debía ser devuelto en su totalidad porque violaba los estatutos del FMI al financiar la fuga de capitales (el fondo niega que se hayan roto las reglas).
A medida que la economía se deterioraba aún más en medio de las tensiones de la pandemia, las peticiones de Buenos Aires de un trato especial se hicieron más fuertes y el compromiso de resolver los problemas estructurales de larga data, más débil.
El acuerdo del viernes pasado no hizo más que tapar las grietas. El FMI refinanciará los 44 mil 500 millones de dólares que había prestado a Argentina con un periodo de gracia de cuatro años y medio. A cambio, Buenos Aires reduciría poco a poco el déficit presupuestario a lo largo de tres años y frenará la impresión de dinero del banco central.
Se habló poco de las distorsiones que ponen en peligro la economía: controles de precios ineficaces, un tipo de cambio oficial de menos de la mitad de la tasa paralela y subsidios insostenibles a las tarifas del sector público. Pero la cuestión fundamental era si un gobierno dividido e impopular que se enfrenta a las elecciones del próximo año podrá cumplir incluso con estas condiciones mínimas.
La tinta del acuerdo del viernes apenas se estaba secando cuando un político peronista clave dio su respuesta. Al anunciar su renuncia como líder del partido en la Cámara baja del Congreso, Máximo Kirchner lanzó una crítica mordaz al acuerdo. Habla en nombre de una poderosa facción que cree que es preferible no llegar a un acuerdo que aceptar límites al gasto. Kirchner viene de una dinastía política: sus padres fueron presidentes y su madre Cristina ahora es vicepresidenta. La semana pasada criticó a los organismos de fondos internacionales por promover políticas de austeridad que, según ella, fomentan el narcotráfico.
Ante una tarea tan poco envidiable, es fácil entender por qué el fondo está dispuesto a cerrar un nuevo acuerdo con Argentina que implica condiciones mínimas. Pero proceder sin insistir en medidas más amplias para abordar los problemas estructurales de la economía es extender y simular. El FMI debe recapacitar.