Arrastrando los pies, arrastrando los pies, arrastrando los pies. Con las cabezas abajo, ataviados impecablemente, la mayoría de ellos en sus 70 años, llegaron por miles, se presentaron a través del corazón de Tokio en una gloriosa mañana de primavera. Fui con ellos.
Tuve la oportunidad de tener una forma de escapismo ideal de eliminar el jet lag después del vuelo nocturno de Londres: arrastraba mis pies con un respetuoso silencio bajo la cálida luz del sol para uno de los espectáculos de temporada más grandes.
Era la semana de las flores de cerezo. Llegué a una de las 10 mañanas del año donde puedes entrar en el Palacio Imperial a través de la puerta de Inui para ver una gran variedad de jardines, fosas y fortalezas que normalmente no están a la vista del público. Para llegar a la puerta tuve que caminar lentamente junto a dos ex asalariados con pelo canoso durante una hora de agradable silencio: el bálsamo perfecto para un cerebro sin dormir.
Cuando finalmente llegué a las puertas, me encontré con jardines de rosas, bosquecillos de bambú, jardines, templos, lagos, todo estaba cubierto con distintos tonos de rosa claro. El Jardín del Este afirma con orgullo que tiene 30 diferentes tipos de flores de cerezo, cada árbol con una etiqueta clara con su nombre completo en latín. Cuando vivía en Washington DC, hace una década, me enamoré de esa mágica semana de primavera cuando la Cuenca Tidal estalla en colores. Pero aquí hay a otro nivel de magnificencia. Después de dos horas de quedar maravillado, estaba listo para cualquier noticia corporativa o de política que Japón quisiera lanzarme.
Mi visita también coincidió con el primer día del año corporativo en el que los jefes se dirigen a sus empleados para inspirarlos a llevar una vida de servicio. Así que fue un buen día para visitar al efervescente multimillonario Hiroshi Mikitani, la respuesta de Japón a los titanes tecnológicos de Silicon Valley. Después de fundar Rakuten, el sitio estilo Amazon de Japón, en 1997, el año pasado, Forbes reconoció a Mikitani con una fortuna de 10,500 millones de dólares, lo que lo convierte en el cuarto hombre más rico de Japón.
Mikitani disfruta las cosas iconoclastas. Desde hace mucho, hace campaña contra el conservadurismo corporativo japonés. A medida que se dirige a los jóvenes brillantes, veo el mar de escritorios elevados.
A la mitad de mi vista llegó un hito de la parte empresarial de Japón. Una de las empresa incipientes de fabricación del este de Asia, el grupo taiwanés, Hon Hai, compró Sharp a un precio de remate. Era tentador considerar este acuerdo como otra señal de cómo se eclipsa la alguna vez poderosa industria japonesa de electrónicos. Pero esto no es un mensaje implícito que surja de mi visita a la sede del imperio Sony.
Sony tal vez ya no es lo que solía ser, pero tiene grandes esperanzas en su división de juegos. Entra el rey virtual de la realidad virtual, Andrew House, director de la unidad interactiva de Sony. Por un momento, siento una ligera muestra de sacrilegio, comparamos nuestra angustia reflexiva sobre el dilema de criar a un niño en la era de Call of Duty. Da una reflexión meditada de los retos que enfrentan la realidad virtual en el mercado general, originalmente era un “escéptico de la realidad virtual”. Pero por supuesto, es un verdadero creyente. Olvídense de los estereotipos de los gamers como nerds solitarios; “la realidad virtual social” es la nueva consigna.
Mis antenas tanto de padre como de reportero se contraen de nuevo mientras explica cómo la industria de los videojuegos se adapta a la cultura de Netflix, la de darse atracones para ver series y películas, y empezar a la búsqueda de crear “historias complejas”. Insta cada vez más a sus creadores de juegos a hablar con los cineastas para aprender acerca de los “contenidos en episodios”. Me preparo para una noche de debates domésticos sobre los méritos de las sesiones de juegos de 24 horas al estilo de Netflix.
Satisfecho por tres días de debates sobre las tasas de interés negativas -y varias cenas demasiado tarde- en mi último día me di el lujo del último paseo lento y solitario. La nueva temporada kabuki se inauguró esa mañana en el teatro barroco Kabukiza. Durante dos horas un hombre invidente mostró una gran destreza a través de una serie de escenas. Me advirtieron que quedaría perplejo. Pero la trama tenía un ritmo extremo, más Marlowe que Shakespeare, tal vez. Tuve tiempo para una última indulgencia de escape, caminar por las colinas y santuarios Shinto, 64 kilómetros al sur de Tokio, y de nuevo caminar lentamente a través de flores de cerezo.
