No tiene importancia lo que yo piense de Mafalda.
Lo importante es lo que Mafalda piensa de mí.
Julio Cortázar
DOMINGA.– El cruce de las calles Defensa y Chile, en el barrio porteño de San Telmo, en Buenos Aires, está repleto de gente que camina, trabajadores que corren y chocan entre sí, transeúntes que miran sin ver y pasan de largo. Es un jueves de septiembre de 2025 y la primavera recién empieza a asomarse en el país que gobierna Javier Milei, después de largas semanas de lluvias torrenciales y temperaturas gélidas.
Hoy, por fin, el termómetro superó los 20 grados y las camisetas sin mangas y los shorts que no alcanzan la rodilla hicieron su aparición, ávidos por salir del clóset después de un invierno que, dicen, fue más largo que en años anteriores. Mi mirada, sin embargo, está clavada en una de las cuatro esquinas, la más famosa de San Telmo.
Desde una banca Miguelito, Susanita y Mafalda sonríen con perpetuidad. Esperan a que alguien se siente con ellos. Son las figuras de los personajes de la famosa tira gráfica de Joaquín Salvador Lavado –mejor conocido como Quino–, y creo haber tenido suerte: unos minutos después una pareja realiza el ritual del turista y se toma –primero ella, él después– una foto que seguro irá a Instagram. La teoría, entonces, se confirma: Mafalda, a sus 61 años, sigue más que vigente.

La tira gráfica apareció el 29 de septiembre de 1964, en la revista Primera plana, tras el fenómeno de las estadounidenses Peanuts y Blondie. Combinaba con humor e ironía situaciones cotidianas de una familia de clase media con los grandes cuestionamientos sociales y políticos de la época, los años sesenta en América Latina.
Sin infantilismos ni tibiezas, una niña de vestido rojo afirmaba que el bastón policial era un “palito” que servía para “abollar ideologías”, o hacía críticas abiertas a militares o a los que dirigían el Vaticano y la ONU por su inacción ante las guerras.
A la obra de Quino llegué, como muchas personas de mi generación y mi nacionalidad, entre la infancia y la adolescencia. Mi madre aún conserva algunos de los tomos de Ediciones de la Flor, la casa editorial que publicó las tiras durante casi medio siglo. Eran de colores llamativos, estaban numeradas y tenían un dibujo en el centro. De todas las tiras, sólo quedó el número dos y tres: Mafalda enojada ante un plato de sopa y Mafalda preocupada mirando el globo terráqueo.
Sobra decir que con el paso de los años y el desgaste de las lecturas que se sucedían en ‘loop’, se desgastó los ejemplares dejándolos como si fueran de otro tiempo. En ese momento, no sólo se vendían en las librerías, sino también en puestos de diarios y revistas y hasta en algunos kioskos, esos que en Argentina venden golosinas, refrescos y un heterogéneo surtido de mercancías.
Descubrir a Mafalda era, en realidad, un gerundio. Sus capas de complejidad permitían que se pudiera volver a la tira una y otra vez. La risa cómplice que de pequeños nos producía su enojo –frente a la sopa que debía comer– se transformaba, en la adolescencia, en el grito de una generación que desafiaba todas las formas de autoridad: la de quienes toman las decisiones del país, la de quienes manejan los hilos del poder desde un trono invisible y, por supuesto, la de mamá y papá.
Pero es durante la adultez donde la lectura de Mafalda se renueva y las icónicas frases de la niña de seis años que todo lo cuestiona vuelven con cada elección, cada crisis política o social. Ahí uno se entera de que la sopa es en realidad “una metáfora sobre el militarismo y la imposición política”, como bien lo dijo Quino. Y encuentra sus frases en pancartas de manifestaciones que abogan por los derechos de las mujeres o protestan en contra de la política impuesta por el actual presidente, Javier Milei.

–¿A qué juegan, chicos?
–Al gobierno.
–Bueno, a no hacer lío, ¿eh?
–Descuidá, no vamos a hacer absolutamente nada.
Porque Mafalda es, después de todo, la gran cuestionadora del orden establecido, la pequeña niña activista que habló de comunismo, de democracia y censura a las infancias de toda América Latina. En definitiva, la creación de un historietista, hijo de inmigrantes andaluces que se definió como socialista y se vio orillado al exilio meses antes del golpe cívico-militar de 1976.
En 2018, tuvo que sacar un comunicado cuando el movimiento antiderechos que buscaba frenar la legalización del aborto en Argentina osó utilizar a Mafalda en su campaña dibujándole un pañuelo celeste. Quino escribió: “Siempre he acompañado las causas de derechos humanos en general, y la de los derechos humanos de las mujeres en particular, a quienes les deseo suerte en sus reivindicaciones”.
Años antes, en 1988, Quino había hablado sobre otro episodio de la historia en una entrevista con la periodista Norma Morandini donde aseguró que Mafalda nunca hubiera llegado a adulta “porque estaría entre los 30 mil desaparecidos de Argentina”.

Mafalda, la historieta infantojuvenil que hablaba de política
Han pasado 61 años desde su primera publicación y, sin embargo, hoy no es común ver una historieta infantojuvenil de circulación masiva que hable del Ku Klux Klan, de crisis económicas o política. Los tiempos han cambiado:
“Hay un movimiento más conservador, más de derecha –hay que decirlo–, que afirma que a las infancias hay que dejarlas afuera de toda ideología, mantenerlas en una burbuja donde no existe la política, no existe la ideología y todo parece ser neutral. Pero la neutralidad no existe”, dice Veka Duncan, historiadora del arte.
Recuerdo de inmediato aquella viñeta en la que Mafalda, después de explicarle en repetidas ocasiones a un cangrejo que el futuro “queda hacia delante”, termina desesperada por llamarlo “reaccionario” porque éste camina a la inversa. O las incontables ocasiones en las que la niña cuestiona la distribución de tareas del hogar y el rol históricamente asignado a las mujeres, visto a través de la experiencia de su madre. Mafalda ve los platos recién lavados, las camisas planchadas y la sala ordenada. Tras acercarse a su madre, que sigue sacando ropa de la lavadora, le pregunta: “Mamá, ¿qué te gustaría ser si vivieras?”.

“Hay guiños al feminismo clarísimos en Mafalda, entre otros temas sociales. Pero sobre todo lo que vemos ahí es una aguda observación de su tiempo. Y una crítica social, por supuesto. No hay que olvidar que el cómic, de alguna manera, está hermanado con la caricatura política y ésta históricamente ha sido incómoda a las estructuras de poder”, dice Duncan.

La incomodidad, por cierto, llevó a Quino al exilio. Los sucesos que transcurrieron entre 1975 y 1976 tienen, como común denominador, a los militares argentinos y la apropiación de viñetas de Mafalda en contextos de represión.
El primer episodio de esta historia es anterior al golpe militar, pero las circunstancias políticas y sociales ya anunciaban lo que estaba por venir. En ese momento, Quino fue requerido por José López Rega –entonces ministro de Bienestar Social y responsable de la creación de un grupo paraestatal y parapolicial que asesinó y secuestró a militantes de izquierda– para pedirle autorización para utilizar sus viñetas de Mafalda.
Quino, quien jamás había autorizado que se utilizaran sus dibujos en ninguna campaña, partido político o publicidad, no respondió la petición. Entonces, llegó el segundo episodio, que transcurrió en el mismo punto desde donde yo observo las estatuas de Mafalda, Miguelito y Susanita: en la intersección de Chile y Defensa en San Telmo. La casa que el dibujante compartía con su esposa, Alicia, había sido allanada ilegalmente: el interior quedó destrozado y la puerta derribada a golpes.

Ambos se mantuvieron ocultos durante algunos meses hasta que lograron salir de Argentina y exiliarse, primero a Italia y luego España, pocos meses antes del golpe militar. Pero ni la distancia logró que la persecución acabara. El 4 de julio de 1976, tres sacerdotes y dos seminaristas fueron asesinados en lo que fue conocido como “la masacre de San Patricio”.
Sobre el cuerpo de Salvador Barbeito, uno de los religiosos, estaba, precisamente, la viñeta de Mafalda sobre el bastón policial. El tiempo, inclemente, confirmó sus peores miedos.
El espejo de Mafalda sigue reflejando lo mismo en 2025
“Lo que asusta es que el mundo no ha evolucionado lo suficiente, porque Mafalda lo sigue criticando”, dice Diego Mejía, quien editó la tira en México desde 2013. Enumera lo que el espejo de 1964 le devuelve al de 2025: guerras, racismo, explotación laboral, machismo, injusticias, falta de libertades y desigualdad.
Con la experiencia de más de 25 años en la edición de literatura infantil y juvenil, Mejía apunta también otros aspectos: “A mí lo que más me gusta de Quino es su trazo expresivo. Uno pensaría que quizá Mafalda no es tan difícil de dibujar, pero el trazo de Quino es sumamente complejo y la forma en la que retrata las emociones en el rostro de los personajes proyecta mucho”.
Quizá esa fue una de las razones por las cuales estalló de emoción al recibir un correo de su entonces jefe donde le anunciaba que él se ocuparía de las ediciones de Quino y Mafalda en México. Era 2013 y los derechos de Quino en la editorial Tusquets se habían vencido y Penguin Random House –que hasta entonces sólo editaba a Quino en España–, los había adquirido. Allí comenzaron varios meses de trabajo que culminarían con el relanzamiento de la obra en 2014, coincidiendo con los 50 años de Mafalda.
“Yo envejecí con los libros de Quino; no voy a decir que crecí, porque me quedé chaparro, pero me ha acompañado toda la vida. Cuando yo estaba en la primaria, mi papá un día nos enseña, a mi hermana y a mí, el libro de los 10 años de ‘Mafalda’, el de la edición plateada de pasta dura. Con mi hermana lo leímos tanto que lo deshojamos”, asegura Mejía.

Recuerda que su padre puso como regla que sólo había dos chistes de Mafalda que podía repetir en la escuela: aquel en el que la maestra pone un examen sorpresa y Mafalda revira diciendo que mejor no para evitar un inútil derramamiento de ceros; y el otro en el que le pregunta a su profesora si después de estudiar el Pentágono tendrían clase sobre el Kremlin para equilibrar la cosa. A Diego nunca se le dio la oportunidad de hacer ninguno de los dos chistes, nunca sabremos si fue para su fortuna o desgracia.
Lo cierto es que años más tarde, ese niño lector se transformaría en el editor de la historieta con la que había reído durante tanto tiempo. Y con su profesión entendió la importancia del cómic, el rol que juega dentro de la literatura infantil y juvenil: “Es un mundo en sí mismo. En un cuento uno tiene ocho, nueve o diez páginas. En una novela, unas cien. En la literatura juvenil actual, hasta quinientas, pero en una historieta se tienen, apenas, cinco cuadros: no cualquiera lo puede hacer”.

Diego, entonces, empezó a trabajar junto con Julieta Colombo –sobrina política de Quino y representante legal de su obra– para programar, diseñar y coordinar la obra reeditada en México. “Era una mujer extraordinaria, un amor de persona, se la extraña mucho. Estaba abierta a muchas cosas, de entrada nunca me decía que ‘no’, siempre decía ‘déjame verlo primero’ y estudiaba la propuesta”. Todo se hacía a través de ella porque, para entonces, Quino ya superaba los 80 años.
Recuerda una ocasión en la que el historietista aceptó dar una conferencia de prensa para México por videollamada desde Argentina. Ese día, fue Diego quien dio la introducción y bienvenida a las y los periodistas que colmaban la sala y, cuando le cedió la palabra, jamás olvidará que Quino, mitad en broma y mitad en serio, dijo:
“Me toca hablar, qué miedo. ¿Y ahora qué voy a decir?”.
Mafalda es un héroe de nuestro tiempo: Umberto Eco
En 1969, Umberto Eco escribió el prólogo del primer libro de Mafalda editado fuera de Argentina: “El universo de Mafalda es [...] en general, desde muchos puntos de vista, un universo latino y esto hace que Mafalda nos resulte mucho más comprensible que tantos personajes del cómic estadounidense; además Mafalda es, en último análisis, un héroe de nuestro tiempo”.

Esta universalidad o, mejor dicho, ‘latinoamericanidad’ es la que hace que la historieta haya cruzado fronteras y que México también se haya convertido en su casa. Por las problemáticas que Argentina comparte con la región, por supuesto, pero también por el coro de personajes que acompañan al personaje reflejando los deseos, anhelos y vicios de una sociedad que, aunque diversa, sueña bajo el mismo cielo.
Está Felipe, el optimista empedernido que confía en que cambiará el mundo y se erradicarán las guerras. Manolito, el hijo de inmigrantes españoles cuyo mayor deseo es hacerse millonario y utiliza las herramientas del capitalismo desde su tienda de abarrotes. Susanita, la amiga y contraparte de Mafalda, cuyo sueño es casarse con un príncipe azul y tener muchos hijos.
También está Miguelito, el niño inteligente que plantea preguntas filosóficas sobre el mundo. Guille, el hermano pequeño de Mafalda, que le compite en rebeldía. Libertad, la luchadora comprometida con sus ideales y férrea defensora de los derechos humanos. Y, claro, la mascota que bien podría vivir en México, Argentina, Perú o Colombia, cuyo nombre es Burocracia y es una tortuga.
He llegado hasta este punto del texto sin haber mencionado la palabra “clásico”. A modo de recompensa, la escribiré sin cesar en los siguientes párrafos porque, aunque las redes sociales y los promotores del marketing y los libros de autoayuda bien dicen que la originalidad es una de las claves para el éxito, el hilo negro lleva siglos tejiendo nuestras conversaciones y, como me dice el editor Diego Mejía, “Mafalda ya lo dijo primero”.

Mafalda es, sencilla e indudablemente, un clásico. Una niña de 61 años que sigue incomodando al poder, cuyas preguntas y respuestas siguen encarnando el inconformismo ante el orden establecido, el capitalismo voraz, la incompetencia gubernamental, el belicismo, el patriarcado, el adultocentrismo, la indolencia de unos muchos y la resistencia de otros tantos.
–¿Nosotros llevamos una vida decente, mamá?
–¡Por supuesto!
–¿Y hacia dónde la llevamos?
Para Veka Duncan, un clásico es el que “traspasa fronteras y pervive en el tiempo; que no pierde la capacidad de asombrarnos o hacernos reír”. Para Diego Mejía, la obra “cuya temática sigue teniendo vigencia, aunque la anécdota haya ocurrido en otro tiempo. [Es] la que trasciende calendarios e idiomas”. Y si de clásicos hablamos, resulta imposible no citar a J. M. Coetzee, cuya definición fue recuperada por Irene Vallejo: “lo clásico es aquello que sobrevive a la peor barbarie, aquello que sobrevive porque hay generaciones de personas que no se pueden permitir ignorarlo y, por lo tanto, se agarran a ello a cualquier precio”.
Ignorar a Mafalda puede ser una pérdida irreparable para quienes no tengan nunca el placer de leerla; pero ignorar el reflejo de lo que Mafalda dice de nosotros sólo puede ser el síntoma de un sueño profundo, de una férrea obstinación de quien prefiere no abrir los ojos.

GSC/LHM