Cultura
  • Rodrigo Moya: “Yo soy fotógrafo, no artista”

  • In memoriam

Rodrigo Moya, 1934-2025. (Wikimedia Commons)

El autor de la icónica foto de García Márquez con el ojo morado, quien documentó muchos otros episodios y personajes históricos, murió el pasado 30 de julio en Cuernavaca, dejando una obra inédita descubrir y explorar.

“Nunca fui original, ni artista, ni estuve en vanguardia fotográfica alguna, ni me interesó más oficio que el de atrapar algún instante significativo de la realidad”, dijo de sí Rodrigo Moya, quien falleció el pasado jueves 30 de julio, a los 91 años de edad, en su casa de Cuernavaca, Morelos.

De gesto adusto, figura quijotesca y posturas ideológicas firmes, Moya, disidente político, fue tenaz crítico de la marginación en que vivían millones de personas y se interesó por las precariedades sociales del México profundo. Retrató lo mismo las penurias diarias de obreros y campesinos que la lucha magisterial en contra de la corrupción sindical, la guerrilla latinoamericana y el Movimiento Estudiantil del 68.

Nació en Medellín, Colombia, en 1934, y fue una rara avis dentro de la fotografía mexicana. A diferencia de otros personajes que son reconocidos por su labor ininterrumpida de más de medio siglo en el trajín diario del trabajo periodístico, el paso del autor por la foto de prensa fue muy breve: tan solo doce años, de 1955 a 1967, en los que publicó sus reportajes gráficos en revistas como Impacto, Sucesos, Política, Siempre! y posteriormente en la agencia Prensa Latina, con sede en Cuba. Aunque fue un tiempo corto, recordaba Moya que los trabajó “con pasión casi febril”.

Pero, si bien se alejó del periodismo, no lo hizo realmente de la fotografía. Abandonó decepcionado su relación con periódicos y revistas, por la censura imperante de la época de los gobiernos del PRI y, peor aún, por la precariedad económica en la que trabajaba. Pero abrazó la fotografía documental para, desde su disidencia política, crear un testimonio de los temas que le interesaban, labor que realizó desde mediados de los años 50 hasta los años 90.

El Moya periodista cedió el paso al Moya militante y, desde esa perspectiva, miró de frente la miseria, la marginación, la violencia social y fenómenos como la explosión demográfica. Esta fue una producción hecha a su ritmo y defendiendo a ultranza sus intereses estéticos, sin atender la consigna de directivos corruptos. Desde luego, estas fotografías nunca vieron la luz. Tuvieron que pasar cuatro décadas para que una selección fuera rescatada de su archivo personal; otras más, la mayoría, siguen inéditas.

El desencanto de este período lo cuenta el propio Moya en su libro El telescopio interior (Centro de la Imagen, 2015), en el que reflexiona sobre su quehacer fotográfico:

“Enterré el trato con los avaros directores de periódicos y revistas, con los redactores mercantiles armados con su camarita vieja para ganarle pesos y espacios al fotógrafo, y me alejé de algunos colegas tan presuntuosos como mediocres. Ya sin roces profesionales, mis fobias contras los agentes judiciales y todas aquellas grises ánimas burocráticas y priistas que coordinaban —y pagaban— el trabajo de periodistas y fotógrafos en las ‘campañas’ y cualquier acto oficial, desaparecieron de mis insomnios”.

Y reflexiona: “Desde finales de los sesenta había comprendido, sin vuelta atrás, que la fascinación de las imágenes brotando de la realidad como manantial inagotable, me condenaría a la pobreza, y que mis brumosas metas ya no eran posibles. Por ello, emprendí a ciegas otros caminos y arrumbé sin remordimiento los miles de sobres con negativos sobrevivientes, decenas de cajas con impresiones fallidas, proyectos que ya nunca concluiría”.

El otro camino al que se refiere Moya, quien llegó a México cuando tenía dos años de edad, es la revista Técnica Pesquera, que fundó en 1963 y dirigió y editó mensualmente durante 22 años. Con ella, entraba en contacto de nuevo con una de sus grandes pasiones de vida: el mar. También se dedicó a la literatura: escribió el libro Cuentos para leer junto al mar (Conaculta, 1999), que obtuvo el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí Amparo Dávila.

La doble cámara

Para lograr construir su archivo, conformado por más de 40 mil negativos, Moya comprendió muy pronto que debía recurrir a lo que él mismo denominó “doble cámara”, que no es otra cosa que hacer una doble cobertura. Por un lado, tomar las imágenes que le habían encargado en la redacción y, por otro, documentar los acontecimientos sociales desde su perspectiva crítica que, desde luego, no tendrían cabida en ningún periódico o revista.

En el texto “Las imágenes prohibidas”, incluido en su libro Foto insurrecta (Ediciones El Milagro, 2004), explica Moya:

“Creo que poco después de iniciado mi trabajo acepté que tenía dos cámaras en la mente: una para cumplir la información de mi patrón en turno, y otra para captar lo que empezaba a entender con la claridad y profundidad que instruye la realidad y una conciencia rebelde.

“Creo también que mi ojo se educó al mismo tiempo que mi ideología, o que entre ambas cosas —ver y pensar— existió una retroalimentación que configuró mi manera de captar la vida, la gente y las cosas a través de una cámara”.

Esta manera personal de trabajar se ve reflejada en los grandes retratos que tomó a lo largo de su vida a personajes como Emilio el Indio Fernández, María Félix, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Dolores del Río, Francisco Goitia y Carlos Pellicer, entre muchos otros.

Fotografía de Rodrigo Moya
Gabriel García Márquez, fotografiado por Rodrigo Moya. (Especial)

Mención aparte merece el retrato que tomó en 1976 a Gabriel García Márquez (a quien se ve sonriente con todo y puñetazo en el ojo izquierdo, propinado minutos antes por Mario Vargas Llosa), el que realizó al pistolero el Güero Batillas en la redacción de la revista Sucesos en 1966, o el que hizo en 1964 al guerrillero Ernesto Che Guevara, titulado “Che melancólico”, uno de sus más célebres.

Sobre este último retrato, que pertenece a una serie de 19, el investigador Alberto del Castillo, a quien en buena medida se debe el “redescubrimiento” de Moya, le preguntó: “Estuviste dos horas con el Che en esa famosa reunión, ¿recuerdas de qué habló el comandante?”. La respuesta dejó fascinado a Del Castillo: “No tengo la menor idea: yo estaba concentrado en tomar las manos de El Che”.

Y que no pase el dato desapercibido: 19 fotos en dos horas. Moya pensaba sus tiros, observaba antes de disparar, y se sorprendía cuando veía a un joven fotógrafo tomar imágenes “como metralleta” con su cámara digital.

“Nietecito” de Nacho López

Para Rodrigo Moya, en la fotografía mexicana existen dos grandes corrientes que se complementan entre sí. “Una la presidió Manuel Álvarez Bravo, que detrás de sí tiene una serie de motores intelectuales y de influencias que generalmente no se dicen. Aparece como el mago poético de la fotografía con imágenes magníficas, pero es todo lo contrario a la otra corriente, que es la de Nacho López.

“Son dos raíces profundas que sostienen el árbol de la fotografía mexicana, que está formada por una serie de individualidades, a veces contradictorias, a veces enfrentadas, pero que de alguna u otra manera tienen dos papás abuelitos que son Álvarez Bravo y Nacho López”.

Durante la presentación del libro Nacho López. Fotógrafo de México, que se realizó en el Palacio de Bellas Artes en 2015, Moya afirmó que él se consideraba heredero de Nacho, a quien consideraba uno de sus grandes maestros, junto con el colombiano Guillermo Angulo, quien lo introdujo en la fotografía, y el periodista portugués Antonio Rodríguez, con quien trabajó muy de cerca.

“Yo no me considero hijo, pero sí nietecito de Nacho López. Y es que sus imágenes son brutales, fuertes, que no rehúyen a lo poético ni a la experimentación fotográfica. Su raigambre estaba, como lo dice nuestra amiga Elsa Medina, en lo popular, en el pueblo. Era un fotógrafo documentalista. Las experiencias que saqué de Nacho en el sentido filosófico y reflexivo son invaluables para mí. Me siguen pesando como ningún otro fotógrafo”.

Agregó: “La amistad entre Nacho y yo fue como las grandes amistades, a brincos en el tiempo, con encuentros y desencuentros. Nos encontrábamos cada año o cada dos. Lo frecuenté mucho cuando me hice un poco compinche de él y de otros fotógrafos en un lugar que llamamos ‘El túnel del tiempo’. Se llamaba así porque uno sabía cuándo entraba, a qué hora, pero no a qué hora saldríamos, ni qué día. Era el bar del hotel Roosevelt, en la Condesa. Él era habitual de ese lugar y había reuniones todos los jueves. Se discutía de fotografía con una profundidad y sabiduría que no he vuelto a ver”.

Retrato de Ernesto Che Guevara realizado por el fotógrafo Rodrigo Moya.
Rodrigo Moya con su fotografía “Che melancólico”. (Especial)

Respecto al eterno debate de si la fotografía es arte o no, Moya era tajante: “Yo soy fotógrafo, no artista. Los fotógrafos somos fotógrafos, no se ha inventado todavía un arte con una musa respectiva que se llame fotografía. Los fotógrafos somos una especie aparte, con una manera muy particular de ver el mundo a través de un lente de una cámara y después de procesar todo en un cuarto oscuro y esperar a ver lo que trae ese rollo, con esas ideas que plasmamos en el momento de la foto.

“Un pintor de cierto prestigio en Cuernavaca, [Leonel] Maciel, ha hecho 26 cuadros sobre 26 fotografías mías. En algunos momentos lo vi trabajar y vi el esfuerzo tremendo, la reflexión, el espacio, el manejo de los colores, todo lo que implica hacer una pintura. Nosotros estamos cerca de la pintura, pero también estamos muy lejos de ella. La fotografía es una cosa nueva que no se puede definir como arte, aunque a veces llegue a tocar esos senderos”.

Sobre la fotografía digital, comentó que es tan poderosa, “que nos saca de nuestras reflexiones más profundas, más íntimas, más politizadas, y nos pone en el mundo de los objetos y de la estética per se. Muchos fotógrafos han cambiado hacia una toma objetual de la vida, de las cosas”.

Con nostalgia recordó que en su tiempo las cosas eran muy diferentes: “En el pasado, la fotografía era un poco una profesión clandestina, con un grupo de iniciados que nos reuníamos y hablábamos sobre nuestros dioses, que eran la luz, el movimiento, la vida y el entorno social”.

Así se constata en la poderosa obra de Rodrigo Moya, que, junto con su autor, ya entró a la eternidad de la fotografía mexicana.

AQ

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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
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