Cultura

Movimiento perpetuo | Por Ana García Bergua

Husos y costumbres | Nuestras columnistas

¿Cuánta energía se gastará diariamente en llamadas telefónicas dirigidas al destinatario equivocado?

Un hombre contrajo una deuda en un banco y dio un número de teléfono falso que resultó ser el mío. Puedo imaginar por qué lo hizo; lo que no entiendo es por qué el banco no comprobó el teléfono antes de darle el dinero. El tema es que me llaman de aquel banco —del que ni siquiera soy cliente— día y noche. Algunas veces les he contestado, cada vez con más enojo, explicándoles que no conozco a ese sujeto ni sé por qué dio mi número. Algunos operadores me aseguran que borrarán mi número de su lista, jamás lo hacen. A veces, cuando protesto, me preguntan mi nombre y desde luego no lo doy, puedo imaginar cómo se complicaría la trama si lo hiciera: quizá me perseguirían como a aquel personaje de El ministerio del miedo, la novela de Graham Greene en la que un hombre se gana un pastel en una feria. Claro que esto sucede entre los bombardeos nazis a Londres durante la Segunda Guerra Mundial y da pie a una trama apasionante de espías. La trama que suscitarían mis llamadas es tortuosa y aburrida, por eso la eludo con mucho cuidado.

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A últimas fechas me envían también mensajes con amenazas de embargo, pero a una dirección muy lejana, seguramente la de otra persona que tampoco es el hombre. Lo hacen desde teléfonos distintos y yo los sigo bloqueando; no sé si algún día se les terminarán, pero mi verdadera duda es si de verdad quieren encontrar al hombre o si aquel hombre existe. ¿Y si también dio un nombre falso? A este paso es seguro que nadie nunca pagará la deuda, nadie responderá y ellos seguirán enviando mensajes cada vez más marcianos de amenazas, plazos, propuestas de negociación. Es como una guerra en territorio equivocado. Para colmo, debo decir, aunque me tilden de neoliberal, que la cantidad es fuerte, pero tampoco es para tanto, si bien aumenta como en todas las pesadillas bancarias. La verdad he comenzado a ver el fenómeno como una especie de máquina conceptual, parecida a esas esculturas de alambre con movimiento perpetuo; un ciclo de energía que no cesa. ¿Cuántas llamadas habrá así, en el aire, que no llegan a ningún lado, ni a quien deben llegar, pero siguen y siguen, tan sólo porque alguien, en alguna parte, hizo una lista de nombres y números, o escribió un 8 en lugar de un 4? A veces pienso que toda esa energía podría quizá iluminar la Ciudad de México durante veinte años, por ejemplo. O pagar la luz de cincuenta editoriales, trescientos museos, mil conciertos, ahora que todo tiende a desaparecer. Habría que inventar un adminículo similar al Baby HP del cuento de Juan José Arreola, ese que concentraba la energía del llanto de los bebés para producir electricidad; estoy segura de que avanzaríamos mucho.

AQ​

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Ana García Bergua
  • Ana García Bergua
  • Autora de novela, cuento y crónica. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte, Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2013 por La bomba de San José y Premio Nacional de Narrativa Colima 2016 por La tormenta hindú. Recientemente publicó Leer en los aviones y Waikikí, junto con Alfredo Núñez Lanz.
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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
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