Aunque las palabras “Dios”, “Dioses”,
se utilizan todos los días
y se abusa sin remordimiento de ellas,
a lo largo de milenios el ser humano
básicamente ha conseguido imaginar a Dios
tan sólo de tres formas distintas:
Como personaje o personajes.
Por ejemplo: un viejito de barba blanca,
que lleva la contabilidad
de la conducta de cada persona,
oye sus peticiones y quejas
y distribuye premios y castigos
de acuerdo con su inescrutable justicia;
Como la Naturaleza:
todo lo que existe, piedras,
mares y montañas, elementos y estrellas,
noche y día, calor y frío,
plantas y animales, seres humanos;
Como la conciencia misma, la mente;
la capacidad de observar, pensar, imaginar;
la base de todo conocimiento
y la posibilidad misma de conocer.
De las tres opciones,
queda claro que la primera es la más pueril,
la segunda es la más accesible,
y la tercera es la más sofisticada.
La primera se ha vuelto opcional
desde hace mucho tiempo
y goza de un considerable descrédito.
La segunda ha ido ganando terreno
con la educación y la ecología
y mucha gente suscribe esta visión.
La tercera se va abriendo paso
merced a las exploraciones
de algunos filósofos, científicos
y artistas de Occidente, pero, sobre todo,
gracias a la penetración del budismo
y la práctica del Zen.
Es punto menos que imposible
rebatir esta visión.
En este sentido se puede pensar
que la Divinidad está en la mente,
en la complejidad del cerebro,
en los impulsos sinápticos,
en el ADN, moléculas y átomos,
partículas atómicas, fotones
viajando a la velocidad de la luz…
El Gran Espíritu es c.