Cultura

Carta a una escritora

La técnica de la escritura comienza por lo básico y elemental: ortografía y puntuación. El fracaso de la educación en México (y en el mundo, por lo visto) se evidencia en el pobre primer nivel de suficiencia en todo lo que leemos.

En la entrega anterior discurrimos algunos asuntos técnicos acerca de la escritura de textos no literarios. Ahora, para dar por visto el tema, me atrevo a mostrar una carta que hace tiempo le envié a una familiar mía que me solicitó revisar su relato sobre cómo conoció a quien luego sería su esposo. Después lo publicó como una pequeña y agradable novela independiente.


Hola:

Estoy partiendo de cuando me dijiste que ya estabas escribiendo otra cosa, de otro tema, o algo así. Interpreté entonces que tienes un cierto interés por la escritura, lo cual me parece magnífico. Solo que, al igual que con el canto o las demás artes, aquí hay dos elementos diferenciables, y si falta uno o el otro la cosa no camina.

En el arte se requiere, tal vez primero, de emoción, impulso, deseo, gusto, vocación, sueños y demás. Pero todo eso se estrella contra la horrible realidad del mundo si le falta la técnica, porque entonces no se puede materializar o lo hace defectuosamente, exhibiendo resquicios, asperezas o torpezas o, peor aún, mostrando pobreza y las limitaciones de lo que podría ser algo bueno pero no lo es. Claro, hay cosas peores aún: cuando no hay inspiración ni tampoco técnica, como una triste buena mayoría de esos cuadros expuestos por los pintores de ocasión en los parques o las galerías también de ocasión. Allí nos ofrecen imágenes de changuitos traviesos, pericos coloridos, payasitos llorosos o paisajes bellos. Igual sucede en los concursos de cantantes aficionados.

Si tu niño de ocho años se pone a pintar, sin duda creará cuadros quizá agradables a primera vista pero, cómo decirlo, sin “tridimensionalidad”, y no solo me refiero a la falta de perspectiva sino más bien a que lo que allí se ve... es solo lo que se ve, y nada más; no hay algo detrás ni casi puede haberlo, obviamente. Podrá suceder que años después ese niño se convierta en pintor de verdad y nos regale obras aparentemente igual de elementales, pero que casi nos noquean con su potencia o su vigor y con lo que nos despiertan o sugieren o evocan; con su intención artística lograda, pues. ¿Qué distingue a un cuadro de Picasso o de Miró, por decir, del de tu hijito si ambos son casi puras imágenes desfiguradas o manchas de color?

En música, por ejemplo, lo simple, lo plano, lo básico es casi siempre solo la melodía: de eso viven las canciones exitosas que pronto se olvidan porque las reemplazan otras tonaditas similares cuya función es ser consumidas como pasatiempo. Claro que eso no tiene nada de malo, pero no es arte ni nunca —ojalá— intentó serlo. Igual sucede con el cine y con la televisión, aunque la tele pocas veces siquiera lo pretende.

Lo importante aquí es no aceptar gato por liebre, aunque para ello se requiere igualmente de cierta sensibilidad y criterio, y nada de eso es gratis. Y no es gratis porque tanto para crear arte como para disfrutarlo —y mucho más en el primer caso, obviamente— se necesita talento, dedicación, estudio, concentración. Terriblemente (mundo cruel), la inspiración no basta, y muchas veces más bien estorba.

Una vez le preguntaron a “Clavillazo”:

—Usted es ya una figura consagrada de la farándula mexicana: ¿qué les recomienda a los jóvenes que quieren seguir su exitoso camino?

—Que estudien: estudiando se hace uno señor.

Pero, ya pues. Entremos al tema...

La escritura igual puede o no ser valiosa o hasta artística, o al menos intentarlo, solo que de entrada pide mucho al lector, porque —más allá del X/Twitter—, el texto sí exige captar y mantener la atención a lo largo de posiblemente muchas páginas o días, y para lograrlo sólo cuenta con las palabras. Aquí no hay colores ni texturas ni sonidos ni pausas; tampoco hay intermedios, gritos o melodías. Únicamente renglones en hojas de papel o en la pantalla con los que el autor debe producir colores, texturas, sonidos, pausas, gritos y melodías. No solo eso: un gran escritor nos puede literalmente tumbar de la silla y dejarnos pasmados y “tocados” casi para siempre, y eso es una verdadera maravilla.

“Bueno, pero yo ni busco eso ni tampoco lo intento”, dirás —y el otro día hasta medio me lo reclamaste—, pero aun así quien escribe para que otros lo lean “ya la debe”, aunque no se entere o no lo desee, faltaba más. ¿Qué es lo que nos debe?: técnica, tema, interés y justificación.

“¿Justificación de qué?” Pues de mi tiempo como lector, cómo de qué. No estás escribiendo un diario solo para ti sino un libro que piensas publicar, aun sea de forma casera. Y a eso voy.

En un tedioso ensayo que te mandé explicaba que hay varios niveles del lenguaje: 1) enunciativo-indicativo, 2) descriptivo, 3) narrativo, 4) re-creativo, 5) metafórico/poético. ¿Por qué? Porque lo digo yo, por eso. (Y porque, además, es cierto. Medio sé de lo que hablo y también tengo mis estudios por ahí, mira.)

Dije que la mayoría nos mantenemos en el nivel 3, lo cual tampoco tiene nada de malo, aunque cualquier escrito que intente llegar a ser literario bien podría al menos tratar de meter los deditos en los niveles superiores.

Quedémonos hasta el 3, en esa importante zona que opera como una difusa frontera entre la técnica y el arte: si no hay 1-3, no podrá haber 4-5.

La técnica de la escritura comienza por lo básico y elemental: ortografía y puntuación. El fracaso de la educación en México (y en el mundo, por lo visto) se evidencia en el pobre primer nivel de suficiencia en todo lo que leemos: faltas de ortografía; fallas de acentuación; mal uso de mayúsculas; comas mal puestas, innecesarias, estorbosas o redundantes; signos de interrogación o admiración que solo cierran, sin abrir; puntos seguidos o aparte que confunden; ausencia de otros signos como el punto y coma, dos puntos, guiones o paréntesis; palabras repetidas dentro del mismo párrafo; frases mal armadas, ambiguas por defectuosas, o de plano inentendibles o cantinflescas y, en general, pobreza lingüística y de vocabulario. Si eso no se supera, no hay casi para dónde hacerse.

“Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, expresó un gran filósofo. Y eso duele, y además lastima al lector; pobre, no se lo merece.

Claro que hay reglas del lenguaje escrito. No son leyes de la naturaleza, cierto, sino más bien normas que a todos conviene conocer y seguir para no degradar la calidad común. No por nada se enseñan durante años en la escuela básica.

¿Cómo evitar todas estas fallas? Pues estudiando, leyendo, intentando; dando a leer a otros para solicitar opiniones, esforzándose por mejorar conscientemente. Escuchando críticas y practicando.

Suponiendo que las cuestiones elementales de ortografía y armado de frases ya funcionan, el aspecto que sigue es entonces el más importante: el ritmo o el flujo del párrafo (es decir, las palabras que conviven entre dos puntos y aparte consecutivos). El texto dentro del párrafo debiera tener la cadencia normal de un habla sin tropiezos, sin signos de puntuación que la estorben o impidan; que se entienda a la vez que nos dice algo interesante o importante. Es lo mínimo que puede pedírsele a la escritura. Y conste que aún no me refiero al tema o el interés que pueda o no suscitar el capítulo o sección (lo que llamo “dejarse leer”), sino al piso básico en el que descansa el texto.

Entremos entonces a tu libro, si te parece.

Verás que buena parte de las correcciones que sugiero —y que espero no encuentren mayor oposición por ser casi obvias— son por frases que no fluyen (debido al orden de sus elementos) o por signos de puntuación descolocados o cositas así, fáciles de corregir, junto con las palabras repetidas para las que te propongo sinónimos.

En el siguiente nivel de mis observaciones están los muchos artículos (ella, él) innecesarios, aunque esto ya es un poco más avanzado porque depende de la estructura de la narración (sobre la cual tuvimos una larga conversación por teléfono la otra vez, con resultados no precisamente satisfactorios, para decirlo con delicadeza). Veamos.

A diferencia de una simple descripción o de un ensayo (o incluso un libro de texto de 500 páginas), los relatos, cuentos o novelas (lo que en inglés se llama fiction) suelen tener un hilo conductor que lleva al lector por los caminos de la trama: el narrador. ¿Quién es el narrador? Es la voz que me conduce, a mí, como lector. Lo básico y mínimo es que el narrador cuide y proteja al lector y no lo pierda o lo confunda sin saberlo o desearlo (o sea, por torpeza del escritor, pues). Por supuesto, hay niveles de escritura, y en los avanzados sí se vale que el narrador haga florituras, pero eso por lo pronto nos queda grande y lejano: lo dejaré de lado. “Hay clases sociales”, dice una amiga.

Al narrador le toca describir las situaciones, los tiempos, las incidencias y los personajes del relato, decidiendo cuándo y cómo ceder la palabra para darles oportunidad de figurar. Lo usual es que haya un solo narrador y que hable en tercera persona aunque, nuevamente, los escritores de verdad se tomen ciertas libertades que aquí nos rebasan.

Pienso, por ejemplo, en Carlos Fuentes y Aura, con narración en segunda persona; o en Palinuro de México de Fernando del Paso; o hasta en los múltiples narradores en primera persona en La feria de Juan José Arreola. Big words.

¿O qué te parece esta presentación inicial de La vorágine del colombiano José Eustasio Rivera?

“Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”.

Pero regresemos a nuestro nivel, pues.

El narrador va presentando a los diversos personajes, te decía, y es muy común que se identifique con alguno de ellos. ¿Cómo? Metiéndose en su mente y describiendo lo que esa persona piensa, anhela o teme, sin necesidad de que el individuo en cuestión lo exprese de viva voz: casi fundiéndose con ella o él (alter ego se le llama en teoría literaria), o por lo menos identificándose a tal grado que el lector se acostumbre a que la voz del narrador sea muy cercana a la de un cierto personaje. En tu libro, es claro que la autora es casi la narradora y casi también Laura, la protagonista, lo cual no tiene nada de malo y es usual.

Los problemas comienzan cuando la narradora se mete en la mente de otros personajes. ¡Alerta! A menos de que se trate de lo que en teoría literaria se llama “narrador omnisciente”, que no es nuestro caso, será mejor no pisar terrenos peligrosos.

Aquí es evidente, te decía, que la narradora es muy cercana con Laura, pero hay tres lugares —solo tres, por fortuna— en donde así nomás y sin previo aviso irrumpe en la mente de otros.

El caso grave es cuando en una página cercana al inicio casi nos echa a perder la ficción porque nos avisa que “Ari se dio cuenta de que realmente estaba enamorado de ella. Extraña y profundamente enamorado de alguien a quien apenas conocía”. (Te lo marqué en amarillo.) ¡Pero cómo!, ¿y entonces para qué van a servir todos los siguientes capítulos en los que supuestamente los lectores lo iríamos descubriendo a través de sus palabras, sus reacciones y sus dudas? Esto casi mata la estructura del relato.

Tú y yo discutimos por teléfono este tema pero, además de prácticamente sentirte agraviada, te negaste rotundamente a considerarlo, diciendo que esta es la parte central del libro y que si no, no tendrá sentido... ¡cuando es justamente lo contrario! porque sin la menor necesidad deja ver, como quien dijera, las costuras del traje de gala; le quita lo sutil y casi lo echa a perder. Además es absolutamente innecesario, porque las siguientes 209 páginas se dedican precisamente a mostrarnos cómo es que el tal Ari sí en efecto está perdidamente enamorado, sin que fuera necesario haberlo declarado de sopetón. La elegancia cuenta. Es como cuando la gimnasta olímpica pisa fuera del área de competencia. ¡Falta!

Mi amiga Sara me contó, te platiqué, que una vez en la tele vio a una cantante que mientras decía “porque mis ojos te ven y mi corazón te siente” se tocaba repetidamente los ojos y luego se llevaba la mano al pecho. Pobre, puf. La elegancia cuenta.

Si eliminas esos pocos renglones en este caso y los otros [que aquí omito], no solo no pierdes absolutamente nada, sino que ganas en sutileza, elegancia y solidez estructural. Y estos aspectos son una de las fronteras que separan el nivel 2 del 3 ya mencionado, y sirven como puerta de entrada al siguiente escalón.

Bueno, ya me extendí, y posiblemente no haya servido de nada, aunque espero que no sea así, porque tu libro me gustó y me llegó a emocionar (soy de lágrima fácil, ciertamente): se deja leer, tiene giros no tan predecibles y resulta simpático. El párrafo final me encantó.

Te felicito.

Guillermo Levine

fil.tr.int@gmail.com

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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.milenio.com/cultura/laberinto
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