Desde su primera película, El premio (2011), Paula Markovitch ocupa un lugar especial en el arte latinoamericano. La directora ha conseguido retratar una infancia que no es refugio sino, más bien, espacio de tensión moral y política. El cine de Markovitch trabaja con sus niños amenazados por algo que no comprenden del todo y que, sin embargo, se revela poco a poco con claridad incómoda.
Ángeles, su nuevo proyecto, compite en la Selección Oficial del Festival de Cine de Morelia 2025 y radicaliza esta visión de la infancia. Hay una niña, un adulto que quiere morir y entre ambos, un espejo existencial. Si en El Premio el miedo político se filtraba en la vida cotidiana, seguida eficazmente por una cámara siempre a la altura de los ojos de la pequeña, en Ángeles sucede algo similar. Estamos con ella. Somos ella.

Con esta propuesta Markovitch prolonga la mirada poética que en el 2011 hablaba de un silencio político y que en 2025 se ha transformado en un silencio cómplice frente al suicidio. La infancia no cuestiona el mundo adulto. Aprende de él con asombro.
La premisa es sencilla: una niña vende caramelos y conoce a David, quien le confiesa que quiere matarse. Ella no lo disuade. Incluso le compra alcohol para darle valor. La idea es mostrar que la muerte es parte de esa vida y que incluso lo inefable, esta muerte, está rodeada de alegrías pequeñas. Aquí el nombre de la película: ángeles que se mueven entre la oscuridad y la vitalidad.
No se trata, sin embargo, de que la tragedia se vuelva melodrama. No, ni el humor ni la desesperanza diluyen la tragedia. Markovitch explora los bordes de lo que puede ser dicho y lo que no. Los escenarios son casi documentales: estacionamientos, calles marginales, edificios en construcción. La luz privilegia lo inmediato, lo frágil. Se mete en la cámara y descubrimos un muro desconchado, un callejón sin fin. El naturalismo de la fotografía ofrece verdad a una narración que evade cualquier artificio. El ángel, supuesto emblema de pureza, tiene una lucidez feroz. Su mirada rompe con la lógica adulta. No va a salvar a nadie, pero va a ir con él hasta el límite. Y es justo esta elección lo que hace que la infancia real sea el centro moral de una película en que todo conspira para transmitir a un ángel perturbador.
Más que actuar, la niña respira energía en contraste con David. Y es en la química entre ambos que se produce el clima perfecto: un poco cómico y tierno, pero sin sentimentalismos fáciles. La directora se centra en las miradas, gestos que marcan la ambigüedad de un ángel que acompaña a un hombre para morir. Y ¿qué es la muerte? Ni lo sabemos ni Markovitch pretende enseñárnoslos. Nos muestra más bien estas vidas retratadas en tonos sobrios, con luz natural, encuadres atentos a los espacios deteriorados. Sin estilización. El montaje y la dirección de actores privilegia las pausas y los silencios, la cámara quieta. Puede que el ritmo sea una virtud. Hay quien encuentra en ello debilidad.
Cuando Llyotard diagnosticó en 1979 el fin de los grandes relatos no adivinó que se abusara de semejante pequeñez. ¿Es un defecto el relato pequeño? En Cannes se celebran ya óperas de grandes presupuestos, pero Morelia privilegia la intimidad: Noche de fuego es ejemplo de esto mismo. De aquí surge la pregunta: ¿Se agotaron las ideas de Llyotard? Tal vez como en el caso del Neorrealismo italiano, sus teorías son opción para quien más que asombrarse ante un fuego de artificio encuentra la belleza en el arte de mirar.
Ángeles
Paula Markovitch. Argentina, México, 2023.
AQ