Si pudiera, mi mamá destruiría tres cuartas partes de casi cualquier obra sinfónica. Odia que la aburran. Posee un necio oído cerrado: desprecia cualquier cosa que no esté estructurada en torno a la melodía. ¿Las vanguardias?: sonrisa sardónica. La única innovación que tolera es la rítmica, aunque la considera adecuada solo para la danza.
El sábado 25 de agosto de 2009, a causa de un dolor de mueles que le hinchó brutalmente el cachete, mi mamá llegó de malas a la sala Nezahualcóyotl. Esa noche, Luis Herrera de la Fuente dirigió —¡a los 93 años!—, al frente de la Orquesta Sinfónica Minería, el estreno mundial de su poema sinfónico M–30.
Luis Herrera de la Fuente llegó al concierto tenso e irritable. “¡Ambigüedad!”, les gritó una y otra vez a los instrumentos durante los ensayos. Había escrito una partitura —desde una fragmentada forma sonata con permanentes acentos celebratorios de marcha— sobre la irresolución, en donde la ambigüedad (tonal, tímbrica, cromática…) de los acontecimientos sonoros —asimétricos y disonantes— debía llevar la música hacia la confusa angustia de lo increado. Y ahí dejarla, sin explicación, inacabada, abierta y vacía, como una existencia que tras aferrarse enloquecida a la fiesta se extingue en la nada. No hubo manera: la orquesta —¡la suya!, la que había dirigido como titular de 1985 a 1995— no parecía —¿poder, querer? — entenderlo. “¡No resuelvan nada!”, Luis Herrera de la Fuente gritó frustrado y rabioso.
Y tampoco hubo tiempo: las otras obras que se interpretarían durante el programa (Concierto para violín y orquesta de Philip Glass y Sexta Sinfonía de Chaikovsky) relegaron la suya al olvido… y ésa había sido la tragedia de su vida íntima: que el director de orquesta aniquilara siempre —cínico, triunfante— los esfuerzos del compositor. De Luis Herrera de la Fuente se sabe que fue descubierto por Celibidache y que lo formó Herman Scherchen pero nadie ha escuchado su ballet La estrella y la sirena. Vivió prisionero de su batuta. Quería inventar música; encerrarse a componer en soledad. Compromisos al frente de las orquestas del mundo se lo impedían. Y nunca se atrevió a desencadenarse: a renunciar a la interpretación para dedicarse a su arte… hasta que cumplió 90 y por primera vez en su carrera se entregó sin distracciones a darle forma de poema a su más privado pensamiento sonoro: M–30, su despedida musical y de vida, la última obra que escribiría: redonda, gallarda, intensa y osada.
El estreno fue un desastre. La orquesta sonó errática (descoordinada, inexpresiva y mal ensamblada). Ahí donde la partitura pedía indeterminación, los músicos insistían —necios y sordos— en buscar concretar sonidos hechos para permanecer increados. Mi mamá no hizo preguntas; imaginó que así —burda, inexplicable y grotesca— debía sonar esa música.
Al terminar el concierto, mi mamá y yo nos encontramos a Luis Herrera de la Fuente afuera de la sala.
—He disfrutado mucho su Chaikovsky —le dijo mi mamá.
—Señora mía… —el anciano músico estaba devastado y la miró con odio; descubrió su cachete hinchado—, con las bolas de billar se juega, no se las mete uno en la boca —sonrió con malicia y prosiguió con voz más suave—: Chaikovsky ya está muerto, lo que me interesa es saber qué le pareció a usted mi M–30.
—He escuchado cosas peores.
—¿Y qué sabe usted sobre música? —Luis Herrera de la Fuente subió el mentón, soberbio y desafiante.
—Nada, pero no soy la única.
—Usted me ofende, señora.
—Lo siento mucho, pero no fue mi intención llegar temprano al concierto y sufrir la tortura de su obra —y mi mamá le dio la espalda.
Luis Herrera de la Fuente quedó solo bajo la noche, apoyado sobre su bastón, una gruesa bufanda alrededor del cuello, triste, ofendido, grosero e increíblemente viejo.