Cuando Pablo llega a Atenas, después de escandalizarse por la proliferación de dioses y templos, elige un altar dedicado “Al dios desconocido” —esa cosa griega: no vaya a ser que olvidemos alguno y nos asuele— para su prédica: el dios “aquel que vosotros honráis sin conocerlo, yo os vengo a revelar”. Parecía buena estrategia retórica: jalar un hilo de empatía para hacer su revelación, contraria a todo lo griego: ese dios desconocido es Jesús, el dios Dios, el que resucitó y nos hará resucitar a todos. “Ya te escucharemos decir eso de nuevo” —se burlaban los atenienses, que creían en el Eterno Retorno. Lucas cuenta lo mal que le fue a Pablo en esa Atenas ya decadente y súbdita de Roma.
En griego, “resucitar” se dice anástasis (también: “levantar, erguir, alzar”) y los verbos en infinitivo se consideran sustantivos verbales: incluso en español son sustantivos con solo ponerles su artículo: el vivir, el pensar, el soñar... De modo que los griegos entendieron perfectamente las palabras del fuereño Pablo, pero de otro modo: Jesús y Anástasis hacen una pareja: el dios y su esposa. Ni Pablo, ni Lucas ni los atenienses pudieron columbrar siquiera lo que estaba sucediendo con un equívoco tan simple: un judío helenizado y súbdito romano predicaba el monoteísmo y el tiempo lineal, en un griego mal pronunciado, a una audiencia llena de desprecio y risa. Total, una farsa.
Pero, como en otros casos, al centro de las comedias suelen agazaparse bichos verbales que luego pasan por sabiduría. En la comedia paulina, un judío calvo, feo, chaparro, que pronuncia mal, dice una cosa marciana: que todos somos creados de una misma sangre, o un mismo linaje. Con esas palabras pudo llamarse a una procesión de bacantes, por ejemplo, o a un carnaval donde los papeles y jerarquías se pierden y confunden. Una olla podrida: todo da lo mismo, todo mezclado.
Sucedió lo contrario: ese día nació Occidente. Lo dice Gabriel Zaid y lo vislumbró Werner Jaeger, sin formularlo del todo. Y es que nunca antes se había imaginado que hombres y mujeres, ricos y pobres, paisanos y extranjeros pudieran suponerse de la misma sangre. Era una apuesta que valía la pena. Nunca se cumplió, y “es hora de cerrar los jardines de Occidente”, dice Cyril Connolly, mordido por la melancolía. También los judíos y los griegos, y los sirios y partos y las tribus germánicas o galas se veían atrapados por la melancolía de ser súbditos del imperio de Nerón. Ojalá la diosa Anástasis se agazape en alguna de las farsas actuales.