A Isaiah Berlin (Riga, Letonia, 1909–Oxford, Inglaterra, 1997) debe considerársele par de esas brillantes mentes judías que fueron Carlos Marx, Albert Einstein y Sigmund Freud. A la integridad moral que su maestro en Oxford Ludwig Wittgenstein le reconoció, debemos añadir su coherencia intelectual. Hijo único, que tuvo serios problema de salud en su infancia, vivió la primera parte de su vida en Rusia y fue testigo de la revolución bolchevique. En 1921 su anglófilo padre Mendel decidió trasladarse con su mujer e hijo a Londres, al comenzar a padecer el antisemitismo comunista. Alumno más que dotado, Berlin culminó su educación en Oxford donde estudió Letras Clásicas, Filosofía, Política y Economía. Como filósofo, cuenta Bernard Williams en la introducción a Conceptos y categorías. Ensayos filosóficos (1978; FCE, 1983), formó parte del “grupo en el que figuraron Stuart Hampshire, A. J. (actualmente sir Alfred) Ayer, el difunto J. L. Austin y otros”. El grupo tuvo como uno de sus ejes de discusión el positivismo lógico. Williams cuenta que a Berlin “le interesaban las condiciones de las frases que tienen significado, así como las conexiones entre significado y verificación, entendiendo la verificación en términos de percepción sensible”, pero nunca fue un positivista stricto sensu. Siempre buscó otras alternativas de pensamiento. Para Berlin, como le declaró a Enrique Krauze (Vuelta, 1982), su sino ruso le hizo experimentar desde la infancia “el contraste entre dos culturas, una condición que propicia la habilidad para distinguir entre conceptos, ideas, formas de vida”.
Aunque en el ámbito de la filosofía se le presentaba un futuro promisorio, Berlin decidió darle un giro a su vida para hacer de la historia de las ideas su campo de estudio. En su prólogo a Conceptos y categorías explica que a partir de una plática con uno de sus profesores acerca de la posibilidad de incrementar sus conocimientos en esa área, “Llegué poco a poco a la conclusión de que prefería un campo en el cual pudiese tener la esperanza de llegar a saber al término de mis días algo más que al principio de mi existencia; y por eso abandoné la filosofía; para dedicarme a la historia de las ideas, campo que desde hacía varios años había tenido un valor absorbente”. En otra versión, este antimarxista y anticomunista convencido le debe curiosamente al autor de El capital su llegada al campo de la historia de las ideas. En la referida entrevista con Enrique Krauze, dijo: “Hacia 1933 o 1934 se me comisionó para escribir un libro sobre Karl Marx. No sabía yo gran cosa sobre Karl Marx, pero pensaba que el marxismo, lejos de atenuarse, crecería en influencia. Sabía que de no embarcarme en este libro jamás descubriría lo que el marxismo es en realidad. Marx no es precisamente el más claro de los escritores y sus discípulos aumentaron su dificultad mediante la evasión y la oscuridad. Leer a Marx, Engels y los marxistas por el solo gusto de hacerlo no me parecía el mejor estímulo intelectual. La salida era clara: la única forma de forzarme a leer casi todo Marx era escribir un libro sobre él. Esta lectura de Marx me llevó a sus predecesores. Las obras de Engels y Plejánov me pusieron en la ruta de los enciclopedistas franceses. De allí seguí con sus rivales históricos en Alemania: Kant, Fichte, Hegel, es decir, la tradición opuesta. Descubrí a Saint-Simon, Fourier, Owen. Estudié las disputas entre marxistas y antimarxistas en los últimos años del siglo XIX. Todas estas lecturas eran algo radicalmente distinto del tipo de problemas filosóficos de los que solía ocuparme: lógica, filosofía, etcétera… Esta aventura fue, en verdad, la que me inició en el camino de la historia. Luego de esta experiencia nunca miré hacia atrás”.
La filosofía sin embargo nunca dejó de acompañarlo en sus nuevas aventuras intelectuales. Williams observó en este sentido que “el desarrollo de su pensamiento, desde la teoría general del conocimiento, hasta la historia de las ideas y la filosofía de la historia, no fue meramente consecuencia de un cambio de interés; y que su complejo sentido de la historia se halla tan profundamente comprometido con su filosofía, aun en sus aplicaciones más abstractas, como se halla, muy obviamente, en sus otros escritos y en su vida misma”.
Como se señaló anteriormente, si bien Berlin nunca se asumió como un positivista, no dejó de ser un racionalista. Su libro Las raíces del romanticismo (1999; Taurus, 2000) es una especie de retrato de la evolución de su pensamiento. Sí, el Siglo de las Luces queda como una cima del pensamiento, pero la enseñanza de los filósofos alemanes del siglo XVIII, principalmente Kant, le mostró que siempre hay otros caminos. Éste es el origen de su pluralismo. El principio racionalista que no lo abandonó fue que gracias al uso correcto de la razón pueden obtenerse respuestas verdaderas a preguntas serias. En el texto “El objeto de la filosofía”, de Conceptos y categorías, lo expone con nitidez: “La tarea perenne de los filósofos es la de examinar todo aquello que no parezca poder sujetarse a los métodos de las ciencias o de la observación de todos los días”. Para concluir más adelante que “Esta actividad, socialmente peligrosa, intelectualmente difícil, a menudo dolorosa e ingrata, pero siempre importante, es la labor de los filósofos; tanto si se ocupan de las ciencias naturales, como si meditan en cuestiones morales, políticas, o puramente personales. La meta de la filosofía es siempre la misma: ayudar a los hombres a comprenderse a sí mismos y, de tal modo, actuar a plena luz, en vez de salvajemente en la oscuridad”. Ante la desaparición de la filosofía en los programas de estudios de hoy, este humanista del siglo XX seguramente ya hubiera protestado.
Si “Dos ensayos sobre la libertad” (1958) es uno de sus textos clave se debe a que en él sus saberes se armonizan. Desde el comienzo establece los principios que le permitirán desarrollar su tema. En primera instancia que la política es una rama de la filosofía moral. Y complementa: “Las palabras, las ideas y los actos políticos no son inteligibles sino en el contexto de las cuestiones que dividen a los hombres, a los que pertenecen dichas palabras, ideas y actos”.
Para Berlin, el sentido “negativo” de la libertad “es el que está implicado en la respuesta que contesta a la pregunta ‘cuál es el ámbito en que al sujeto —una persona o un grupo de personas— se le deja o se le debe dejar hacer o ser lo que es capaz de hacer o ser, sin que en ello interfieran otras personas’ ”. El sentido “positivo” “es el que está implicado en la respuesta que contesta a la pregunta de ‘qué o quién es la causa de control o interferencia que puede determinar que alguien haga o sea una cosa u otra’ ”.
Al ir argumentando en uno u otro sentido, Berlin va desmontando lógicamente su respuesta (finalmente concluirá que debe haber un equilibrio en ambas posiciones). En la siguiente cita in extenso somos testigos de la manera en que trabaja su razonamiento: “La libertad no es el único fin del hombre. Igual que el crítico ruso Belinsky, puedo decir que si otros han de estar privados de ella —si mis hermanos han de seguir en la pobreza, en la miseria y en la esclavitud—, entonces no la quiero para mí, la rechazo con las dos manos, y prefiero infinitamente compartir su destino. Pero con una confusión de términos no se gana nada. Estoy dispuesto a sacrificar parte de mi libertad, o toda ella, para evitar que brille la desigualdad o que se extienda la miseria. Puedo hacer esto de buena gana y libremente, pero téngase en cuenta que al hacerlo es libertad lo que estoy cediendo, en aras de la justicia, la igualdad o el amor a mis semejantes. Debo sentirme culpable, y con razón, si en determinadas circunstancias no estoy dispuesto a hacer este sacrificio. Pero un sacrificio no es ningún aumento de aquello que se sacrifica (es decir, la libertad), por muy grande que sea su necesidad moral o su compensación. Cada cosa es lo que es: la libertad es libertad, y no igualdad, honradez, justicia, cultura, felicidad humana o conciencia tranquila. Si mi libertad, o la de mi clase o nación, depende de la miseria de un gran número de otros seres humanos, el sistema que promueve esto es injusto e inmoral. Pero si reduzco o pierdo mi libertad con el fin de aminorar la vergüenza de tal desigualdad, y con ello no aumento materialmente la libertad individual de otros, se produce de manera absoluta una pérdida de libertad. Puede que ésta se compense con que se gane justicia, felicidad o paz, pero esa pérdida queda, y es una confusión de valores decir que, aunque vaya por la borda mi libertad individual ‘liberal’, aumenta otra clase de libertad: la libertad ‘social’ o ‘económica’. Sin embargo, sigue siendo verdad que a veces hay que reducir la libertad de algunos para asegurar la libertad de otros. ¿En base a qué principio debe hacerse esto? Si la libertad es un valor sagrado e intocable, no puede haber tal principio. Una u otra de estas normas —o principios— conflictivas entre sí tiene que ceder, por lo menos en la práctica; no siempre por razones que puedan manifestarse claramente o generalizarse en normas o máximas universales. Sin embargo, hay que encontrar un compromiso práctico”.
Berlin, se sabe, fue uno de los grandes liberales de nuestro tiempo. Pero con todo lo admirable que pueda ser su defensa de la libertad, su genio alcanza su plenitud en esa novela del pensamiento que es Pensadores rusos (1978; FCE, 1979), en la que, como lo anota Aileen Kelly en el prólogo, se encuentran los verdaderos endemoniados de Dostoievski, los cuales formaban la intelligentsia rusa del siglo XIX. Los lectores de este libro, apuntó Enrique Krauze en su momento, ante todo debían ser los latinoamericanos. Más allá de los aspectos políticos que pueden derivarse de su lectura, el placer que produce se debe a su fascinante estilo, que proviene entre otros de los largos párrafos de Gibbon. De entre las vidas a las que se acerca, la más atractiva es la de Alexander Herzen, a quien Berlin le debe algunas de sus ideas.