La impactante puesta en escena de Elektra, obra cumbre de Richard Strauss, no dejó momentos de paz la noche del 24 de octubre, durante su debut en el Festival Internacional Cervantino después de su temporada en el Palacio de Bellas Artes por parte de la Compañía Nacional de Ópera.
Mauricio García Lozano, director de escena, y Stefan Lano, director concertador, sortearon con maestría los inconvenientes técnicos que presentó el montaje en el hermoso Teatro Juárez de Guanajuato capital como dijeron durante la charla que tuvieron con el público cervantino hace unos días.
Lano, con 60 de los 80 músicos que tocaron en Bellas Artes, presidió el foso con una Orquesta del Teatro de Bellas Artes que se oyó monumental a través de las notas dramáticas de un Strauss que junto con Hugo von Hofmannsthal hurgaron con su libreto en la psique de la Elektra de Sófocles, como Lano y García Lozano contaron previamente.
Como Lano, la preocupación del director de escena también tenía que ver con la espacialidad: el escenario del Juárez no es tan grande como el del palacio capitalino y el lugar del Coro del Teatro de Bellas Artes y, sobre todo, el de la fantástica escenografía de Jorge Ballina implicaba una reestructuración.
Ambos temas fueron resueltos en solo dos días: el coro ocupó los bellos palcos cercanos al escenario, así que en escena solo vimos a los protagonistas en la escenografía que, aunque no pudo contar con el chorro de la fuente del impactante final, fue uno de los elementos memorables de esta ópera pues perfectamente podía intrepretarse como la mente de la protagonista, quien no deja ni un momento el escenario durante las casi dos horas de duración del espectáculo.
Tiempo en el cual la soprano búlgara Diana Lamar, quien ha interpretado a Elektra en otras compañías de ópera, se funde con su personaje: caracterizada con un sayo gris, cabello descuidado, ojeras y mejillas hundidas, como Orestes (Óscar Velázquez) nota cuando la ve. Así la había dejado el abandono de su madre, Clitemnestra (Rosa Muñoz), tras cometer el asesinato de Agamenón (Ulises Martínez), su esposo y padre de los tres hijos que aparecen en escena (de Ifigenia, la cuarta, sabemos el destino): Orestes, Elektra y Crisótemis, encarnada por una genial María Fernanda Castillo.
Colores contrastantes
Toda esta familia absolutamente disfuncional llevada a los máximos extremos del odio por el hado, los dioses o sus pulsiones más primitivas, se despliega en la escenografía de Ballina en un gris que contrasta con otros tonos del mismo color del vestuario de Elektra y en ocasiones de Crisótemis, quien pasa del gris, al blanco, al negro que manifiestan las emociones de una joven que ve su destino de mujer frustrado por los actos de la madre y el ansia de venganza de la hermana.
El contraste de colores en el vestuario de Jerildy Bosch con la escenografía continúa con los negros de las sirvientas insidiosas y testigos de la tragedia familiar, y los rojos de la reina Clitemnestra y su par de asistentes, cuyo trabajo es acrecentar el miedo que ella tiene a los sueños vaticinadores en los que Orestes, el hijo ausente, la persigue.
Egisto (Gilberto Amaro), el amante de la monarca de Micenas, comparte el color, que es el de la complicidad pues, con Clitemnestra, asesinó a Agamenón con un hacha mientras se bañaba. El antiguo rey aparece como un espectro visto solo por Elektra, efectivamente bañado en sangre, con la corona y una túnica blanca, la única de ese color, quizá para enfatizar su papel de víctima en esta parte de la historia familiar pues, se sabe, la leyenda dice que sacrificó a Ifigenia para que los vientos hacia Troya lo favorecieran (de ahí el odio que le tiene su esposa). Aunque otras historias dicen que no inmoló a su hija al final, quizá de ahí el blanco de una presunta inocencia que nunca se sabrá a ciencia cierta.
El impactante final
Así música, escenografía, vestuario envuelven a un magnífico grupo de cantantes encabezados por Lamar, y la noche del 25 de octubre por la soprano francesa Catherine Hunold.
Todos ellos en sincronía con sus dramáticos roles que no dejan espacio a ternura pero sí a compasión y a estupefacción ante la muestra de los crímenes que el odio y la venganza conllevan y que los personajes no reprimen sino que dejan fluir para culminar en una tragedia en el seno de la estructura social fundamental de la cultura de todo lugar y tiempo: la familia.
Rosa Muñoz la mezzosoprano que como Clitemnestra muestra la frivolidad de detentar el poder y a la vez el miedo espantoso que la invade ante los sueños que le revelan el peor final de todos: morir a manos de su propio hijo encarnado por Óscar Velázquez.
El barítono, uno de los pocos hombres en esta obra de mujeres, es el héroe maldito que cree que debe vengar de forma atroz la muerte del padre y cuya voz y actuación revelan el pesar por su duelo y ver a su hermana hecha un guiñapo. Un Orestes con todo el odio hacia Egisto y, aparentemente, sin remordimientos ni dudas para ejecutar a Clitemnestra.
La veracruzana María Fernanda Castillo cierra este círculo de protagonistas con una actuación y voz maravillosas. Su Crisótemis es tan apasionada como inocente, quizá el único personaje que en realidad lo es, tal como la adolescente que encarna.
Este círculo virtuoso y el del resto de los personajes arropa a una genial Diana Lamar que, en el colmo del éxtasis vengativo de su Elektra, acaba bañada en la sangre de su padre Agamenón, al fin vengado, desnudo (física y emocionalmente) en el impactante final de esta magnífica puesta en escena, una de las mejores de la Compañía Nacional de Ópera este año.