"Toda la vida la sufrí en el campo”. No es una frase retórica ni una exageración. Es una afirmación literal que resume décadas de trabajo, carencias y resistencia. La historia de Salvador Ruiz, campesino originario de Palos Altos, una comunidad del municipio de Ixtlahuacán del Río, Jalisco, es el reflejo del dolor que hoy enfrentan miles de productores mexicanos: el abandono del campo, la caída de los precios del maíz y del agave, la falta de apoyos del gobierno federal y la lucha diaria por sostener una vida construida desde la infancia a partir del trabajo de la tierra.
Don Salvador ha trabajado el campo desde que era un niño. Sembró, escarbó, cultivó, cortó pastura, pizcó, empacó. Aprendió cada faena antes de aprender a leer. También conoció el hambre y el frío. “Andábamos casi encuerados, bien fregados”, recuerda al recorrer en la memoria décadas de esfuerzo que, asegura, han sido truncadas por políticas que dejaron al campo mexicano convertido en una batalla que los campesinos ya no pueden ganar.
Su infancia estuvo marcada por la pobreza. Hubo días en los que una tortilla con chile molido fue la única cena para él y sus hermanos. Su madre lavaba ropa ajena y hacía tortillas a mano para llevar algo de sustento a la casa, para que sus hijos no se acostaran con el estómago vacío. La carencia no era una etapa pasajera, era una condición permanente.
Siendo apenas adolescente, decidió migrar a Estados Unidos, como lo hicieron miles de mexicanos a lo largo de los años en busca del llamado sueño americano. Sin dinero y con apenas 250 pesos que le regaló un vecino, llegó a Tijuana. “Dormíamos donde podíamos, pasábamos frío. Una señora me regaló una chamarra y unas botas”, cuenta al recordar esos días. Al cruzar a California trabajó en hipódromos, primero como paseador y después como jinete profesional, montando caballos pura sangre valuados en millones de dólares.
Durante esos años conoció a la familia Burson, muy respetada en el ambiente ecuestre y con lazos con el círculo cercano del actor John Wayne. No solo le dieron empleo y la oportunidad de crecer como jinete, también lo acogieron en su hogar. El trabajo constante le permitió ahorrar y, con el tiempo, reunir dinero suficiente para regresar a su tierra.
Con lo ganado en Estados Unidos comenzó a comprar parcelas poco a poco en su natal Ixtlahuacán del Río. Logró tener un pequeño rancho, formó una familia y decidió quedarse en México para luchar cada día por una estabilidad económica para él, su esposa y sus hijas. Pero esa estabilidad duró poco. A pocos años de haber iniciado su nueva vida en el campo, enfrentó una crisis económica devastadora. Tuvo que vender propiedades, ganado y todo aquello que había construido con años de esfuerzo. “Me quedé en la calle. No tuve ayuda del gobierno ni de ninguna parte”, dice. Comenzó de nuevo con lo que mejor sabía hacer: sembrar agave, maíz y un poco de nopal.
Hasta hace dos años tenía cuatro hectáreas de agave en buen estado. Hoy, esas tierras son símbolo del abandono. “Todo nos ha ido tronando por todos lados”, lamenta. Con el desplome de los precios decidió abandonar los cultivos. Prefirió que las plantas en las que invirtió trabajo y dinero se pudrieran antes que seguir gastando en una tierra que ya no reditúa. Invertir más dejó de tener sentido.
Cuando el agave estaba en su mejor momento llegó a venderlo hasta en 18 pesos el kilo. Hoy el precio cayó a niveles que no cubren ni el trabajo ni los fertilizantes. “Ya le había calado y lo perdí todo. Ese espacio fue el que me ayudó a pagar mis deudas, más o menos salí. Luego volvimos a plantar aquí para abajo y llevaba todo muy bonito, y empieza a bajar el maguey. Ahorita lo quieren pagar de un peso a un peso con cincuenta centavos. Entonces es mejor que se pierda. ¿Para seguir aumentando los bienes de los tequileros? Mejor que se pudra”, sostiene.
La otra mitad de su historia es el maíz. Sembrar una hectárea cuesta alrededor de 45 mil pesos entre fertilizantes, insecticidas y mano de obra. El rendimiento promedio es de ocho toneladas por hectárea. A cinco mil pesos la tonelada, la cuenta no alcanza. “No sacamos el dinero del campo y por eso estamos en este problema. Que nos hagan el favor de pagarnos un poquito más para no dejar de sembrar”, dice preocupado.
Don Salvador recuerda que desde la década de 1970 el precio del maíz se quedó estancado mientras todo lo demás subió. Asegura que los campesinos son tratados como un “cero a la izquierda” por todos los gobiernos y que eso explica la desesperación actual del sector. “Para comprar una hamburguesa necesitamos 25 o 30 kilos de maíz. Para comer un plato de pozole, lo mismo. Si todo sube menos el maíz, ¿qué va a pasar con nosotros?”, se pregunta.
Además del mercado, están las inclemencias del clima. “Aquí no nieva, aquí hela. Las plantas se secan completamente”, dice. Malos temporales, fríos extremos y costos cada vez más altos forman parte de una crisis que, asegura, no es nueva. “Desde 1975 para acá empezó este problema y nosotros nomás aguantando”.
Hace unos días, durante una reunión de productores con autoridades del gobierno federal para exigir nuevamente un aumento en el precio del maíz, Salvador explotó. Su discurso, grabado en video, se volvió viral. “Me exalté un poco por ver la injusticia. Pedimos lo que necesitamos y se burlan de nosotros. Entonces digo: si el gobierno no puede ayudarnos, mejor que nos digan para pedirle ayuda directamente a los empresarios de Minsa y Maseca, que se compadezcan un poco y nos ayuden en el precio del maíz”, reclamó.
“No soy político. No soy empresario. Soy campesino. Aquí está mi sombrero, hasta agujeros tiene. ¿Cree que si tuviera dinero andaría así?”, dijo ante los funcionarios. Después ofreció disculpas a quienes lo vieron alterado, pero sostuvo que la causa es legítima. “Los campesinos ya no podemos más”. También participó en bloqueos carreteros pacíficos, como el realizado en la carretera a Nogales, con el objetivo de que autoridades y grandes empresarios se sensibilicen. “Que nos paguen un precio justo, a 7 mil 200 pesos la tonelada. En sus manos está. De esta manera no vuelve a haber paros”, afirma.
Hoy Salvador mira su rancho con tristeza. Cuatro hectáreas de maguey que se pudren, tierra que ya no se cultiva, deudas acumuladas y una esposa que ha enfermado varias veces, con cirugías y prótesis que consumieron cualquier ingreso que llegaba.
“No soy revoltoso. No soy malandrín. Soy una persona honesta que trabaja por su familia”, repite. Su voz, quebrada pero firme, resume el clamor de miles de agricultores que sienten que el país se sostiene sobre sus espaldas, pero cuyas manos se quedan vacías. “Si no nos pagan un precio justo, ¿qué va a pasar con nosotros? ¿Qué va a pasar con el campo? ¿Qué va a pasar con México?”, pregunta.
La respuesta, por ahora, sigue sin llegar
SRN