La presencia de grupos criminales ha vuelto intransitables los caminos hacia comunidades como La Ensenada, El Paredón, Acatitán y Agua Caliente. En estos pueblos, la Navidad llegará sin visitas, sin reuniones familiares y bajo una sensación de sitio que se ha normalizado entre quienes permanecen ahí. Las fiestas decembrinas, que históricamente marcaban el regreso de hijos y nietos, quedaron suspendidas por una realidad que se impuso con fuerza: el control territorial de distintas facciones del crimen organizado.
Este diciembre, la tradición del reencuentro se rompió. Para decenas de familias, viajar a sus comunidades de origen dejó de ser una opción. El temor a quedar en medio de un enfrentamiento, a ser retenidos en el camino o simplemente a no poder regresar, obligó a tomar una decisión dolorosa: quedarse en la ciudad y pasar las fiestas lejos de casa.
“Esta vez no se pudo”, resume una persona que año con año regresaba para pasar la Navidad con su familia. La frase es breve, seca, pero cargada de significado. No hay enojo ni dramatismo, solo la aceptación de un riesgo que se volvió cotidiano. “Los grupos criminales se robaron la Navidad”, añade, con la certeza de que no se trata de una exageración, sino de una descripción precisa de lo que ocurre.
De acuerdo con testimonios recabados, los poblados se encuentran prácticamente sitiados. Los caminos que conectan estas comunidades con otras zonas del estado se han convertido en rutas peligrosas, vigiladas de manera informal y, en algunos casos, completamente bloqueadas. El tránsito de personas externas es mínimo y, para quienes viven fuera, ingresar representa una amenaza real.
Quienes lograron salir de estas comunidades en semanas recientes lo hicieron de forma apresurada. Dejaron atrás viviendas, pertenencias personales y, en muchos casos, ganado. Algunos, conscientes de lo que podía venir, hablaron con sus vecinos antes de irse. Les pidieron que, si el abasto de productos comenzaba a escasear, utilizaran los animales para alimentarse. No fue una despedida formal, sino una advertencia silenciosa de que el aislamiento podía prolongarse.
Sinaloa en Navidad: el riesgo de regresar a casa
La escena dista mucho de una Navidad tradicional. En lugar de casas llenas y mesas compartidas, hay viviendas vacías y calles en silencio. Donde antes había música, posadas y reuniones, hoy hay cautela y rutinas marcadas por la supervivencia. La festividad, que solía dar un respiro a la vida diaria, quedó suspendida por el miedo.
En Sinaloa, diciembre suele ser sinónimo de regreso. Muchas personas que migraron a las ciudades o a otros estados aprovechan las fiestas para volver a sus comunidades, reencontrarse con padres, abuelos y hermanos, y reforzar los lazos familiares. Es una tradición profundamente arraigada, que da sentido a estas fechas, más allá de lo religioso o lo comercial. Sin embargo, en varias regiones del estado, ese regreso se volvió imposible.
La presencia de grupos criminales transformó lo que antes era un trayecto habitual en un riesgo latente. Los caminos ya no son solo caminos; son territorios disputados. El simple hecho de circular por ellos implica exponerse a escenarios impredecibles. Para muchas familias, el miedo terminó por imponerse sobre el deseo de volver.
Los pueblos que solían vestirse de luces, comida y reuniones familiares hoy permanecen en silencio. Las celebraciones se pospusieron sin fecha. La Navidad, entendida como un espacio de encuentro y esperanza, tendrá que esperar a que las condiciones cambien. Mientras tanto, la vida continúa, pero en pausa.
Ejército se replegó en Culiacán
A este escenario se suma otro elemento que incrementa la sensación de vulnerabilidad. En las ciudades, particularmente en Culiacán, se ha observado un repliegue de elementos federales, principalmente del Ejército Mexicano. A partir del 15 de diciembre, varios puntos fijos de revisión que operaban como parte de los operativos de seguridad dejaron de funcionar.
La presencia de estos puntos no estaba exenta de incomodidad. Para muchas personas, los retenes generaban tensión y recordaban la gravedad del contexto de seguridad. Sin embargo, también representaban una forma de vigilancia y contención. Su retirada provocó una sensación de vacío.
Para algunos ciudadanos, lejos de aliviar el miedo, la ausencia de los soldados revive la incertidumbre sobre quién ejerce el control real del territorio. La percepción de seguridad, ya frágil, se debilita aún más cuando desaparecen los signos visibles de autoridad. Así, mientras en las comunidades rurales el temor obliga a suspender encuentros familiares, en las zonas urbanas la reducción de la presencia federal refuerza la idea de que la normalidad sigue siendo inestable.
El impacto de la violencia no se limita a los enfrentamientos o a las cifras oficiales. Se extiende a la vida cotidiana, a las decisiones íntimas y a las tradiciones que dan identidad a las comunidades. Cancelar una visita, no poner el árbol o pasar la Navidad lejos de casa son consecuencias silenciosas de un contexto que sigue marcado por la inseguridad.
Para quienes permanecen en estas comunidades, la Navidad será distinta. No habrá visitas inesperadas ni reuniones numerosas. Habrá precaución, silencio y una rutina que busca pasar desapercibida. Para quienes se quedaron en la ciudad, la ausencia pesa de otra manera: se vive la fecha con la certeza de que el reencuentro tendrá que esperar.
Es una Navidad que no se celebra, se sobrelleva. Una fecha marcada más por la resistencia que por la fiesta. Mientras tanto, el miedo sigue redefiniendo incluso los momentos que, históricamente, estaban reservados para la esperanza y la unión familiar.
ROA