Una de mis primeras conclusiones después de un par de años de vivir en San Francisco, California: aquí, el Día de Acción de Gracias es mucho más importante que la cena de Nochebuena. Al menos en términos de emociones familiares.
Durante el último fin de semana de noviembre, la gente está dispuesta a enfrentarse a un tsunami de empleados jetones que anuncian vuelos cancelados, a manejar en medio de tormentas de nieve o a soportar cuñados homofóbicos con tal de rebanar el pavo junto a sus familiares y cenar una porción de salsa de arándano.
Lo cierto es que de las ventajas de haber crecido en las alfombras de una familia disfuncional es que la piel se pone a curtir los sentimentalismos a flor de piel para sobrellevar las fiestas decembrinas lejos de ella.
No soy de los que caen en depresión profunda mientras en la televisión pasan “Die Hard” o “Home Alone”. De hecho, me gusta beber cerveza mientras veo los especiales de Navidad de Charlie Brown. Para mí es una fecha más. Una que, sin embargo, se manifiesta como una hipérbole de los sentimientos de apego, consumismo, gula y falsa armonía familiar.
Mis padres fueron muy huevones para decorar la fachada de la casa con series de luces de colores o para poner el mentado árbol. Ya no se diga “montar el nacimiento”. Pero con el tiempo entendí ese descuido por la Navidad como un entrenamiento para hacer del minimalismo un estado de salud óptima para la vista. Lo digo por aquellas tías maternas a las que cada diciembre les daba por hacer de sus salas y comedores indigestas sucursales de Fantasías Miguel.
En el linaje chilango suelen vernos a mis padres y hermanos como unos parias inaguantables, postergados en nuestra amargura intelectual. La verdad es que nunca pude lidiar con su insalubre costumbre de cenar exactamente después de la medianoche. Cualquier gastroenterólogo diría que aquello es una tortura medieval; que las tripas se ahorcaran entre sí, con todo ese aroma de mole caliente invadiendo la noche, debería ser tipificado como un delito. Ni con su forma de bailar las cumbias. La encarnación perfecta de la manita sudada.
Esas tradiciones moldearon mi forma de lidiar con la Navidad. Cuando trabajé en oficinas de tristes ventanas polarizadas recubriendo las ristras de mobiliario sobreviviente de sexenios pasados, me las arreglaba para no ir a las comidas de fin de año. Inventaba enfermedades. La muerte de algún familiar. Mi regalo de intercambio se lo daba al único gay del segundo piso para que se hiciera cargo del protocolo. Luego me iba de cantinas con el Francisco Cullen hasta el anochecer. Entonces salíamos a recorrer bodegas y viejos edificios donde se llevara a cabo un rave.
Poco más de 20 años después recibí un par de invitaciones de familiares en Texas, pero decliné ambas. Su forma de entender la familia es demasiado pasivo-agresiva para mi gusto. Creen que San Francisco es una actualización de Sodoma y Gomorra. Quizás tengan razón. Porque en la pasada cena de Nochebuena acá en el Área de la Bahía, la cena transcurrió con la misma soltura que la última noche del año. Este año nos reunimos amigos, amigos con derechos y un par de amantes que viven a la vuelta de la esquina. Mole poblano, cheesecake y poppers. Muy San Francisco.
A estos familiares les da por hablar de valores mezclados con buenas costumbres, orgullo católico, armas y comentarios de xenofobia interiorizada. Ya no digamos racismo. Lo más irónico es que, suecos, no son, aunque la fantasía de tener una troca que estacionar en un Walmart les haga pensar lo contrario.
Nada contra ellos. Solo me llama la atención cómo esa fracción de mi familia se ha dejado comer por el aislamiento de las redes sociales. Han asimilado la serotonina del pensamiento sesgado en el que se regocijan en redes sociales. Me pregunto si su cena de Navidad será como los mensajes que publican: sobrecargados de prejuicios básicos y de odio bajo la piel. Muchas personas se han desdoblado en dos personalidades diferentes, en extremo, insoportables en el ámbito digital y encantadoras en el plano real. La polarización no es sino la autorretroalimentación de nuestros prejuicios hasta el punto de vomitar.
Se siente como una Navidad distópica, donde la tecnología gobierna los buenos deseos y el pensamiento se diluye entre los likes y los estímulos visuales.
Por eso es importante brindar con amigos y amantes, todos juntos y revueltos, al menos chocamos copas, miradas y sudor en el plano real.
Felices fiestas.