Supuse que a los hombres, gays, a quienes la cuarentena les había agarrado con su pareja bajo el mismo techo, serían algo así como los afortunados de la pandemia. Dos hombres con los testículos tumescentes enclaustrados por causa de fuerza sanitaria sin que el exterior sea una opción, sonaban a una fantasía porno de pretensión futurista. Una especie de subgénero distópico de hombres acabándose a embestidas mientras el mundo fuera de ese apartamento se abría paso hacia una nueva normalidad tras las oleadas del coronavirus. También pensé que las parejas bajo contrato de matrimonios igualitarios no tendrían más pedos que turnarse por las jornadas del supermercado o discutir sobre las eliminaciones de la última temporada de RuPaul’s Drag Race.
Debí estar en un relativo error. Orillado por cierta nostalgia del confinamiento. Casi no tengo amigos gays, pero uno de ellos me buscó para pedirme asilo después de pelearse con su marido. Me juró por su abuelita que había estado confinado desde antes del debut en público de Susana Distancia, asegurándome que no había riesgos. No hay pedo. Se casó hace poco más de dos años. Una boda con un juez, jardín techado, platillos en cuatro tiempos y un DJ bastante malo. Terminé yendo solo porque días antes del evento hubo un desmadre con los boletos y sintió que de todos los jotos, yo tenía los huevos para presentarme solo, sin pena. A cambio prometió sentarme en una mesa de una bola de amigos gays, pero solteros. Creo que la bronca empezó por la marca de algún detergente, uno tan potente, que terminó lavando la cochambre y descubrimientos acumulados como gastritis. Por lo visto, el marido sabía que mi amigo se metía a las app de ligue, a escondidas. El pendejo, adicto a la pantalla, no desactivó las notificaciones y bueno, estas saltan a simple vista, sin necesidad de contraseñas.
Estuvo una semana exactamente. En la mañana cada quien estaba en lo suyo, incluyendo mi hermano, que se la pasa haciendo pesas con garrafones de agua. Solo hablamos por las noches con unas cervezas mientras repasábamos los hechos en los que por poco se parten la cabeza con algún utensilio de cocina. Le hice una mala broma diciéndole que me resultaba tragicómico que la homologación del matrimonio incluyera discusiones domésticas poco sofisticadas. Pensé que al menos las peleas en el matrimonio gay tendrían un componente de violencia como las luchas de la UFC, en donde el arrimón podría ser la reconciliación. Supe que tal comentario fue un jodido arrebato de mal gusto al calor de las cervezas que he empezado a quitarle la anilla desde las 4 de la tarde, por las muecas que expulsó seguido de un suspiro incómodo.
Evitamos hablar de los matrimonios igualitarios. Mi amigo lee estas columnas por lo que no había mucho que agregar al respecto. Y yo no quería hacerlo sentir que el pago por su estancia sería escuchar mis amarguras y mucho menos un “te lo dije”, aunque este texto tenga ese insoportable tufo de moraleja marginal.
Pero fue inevitable. Sobre todo cuando trajo a cuento el problema que supondría la repartición de los objetos que amueblaban su hogar. Solo había sacado toda su ropa y los instrumentos de trabajo. Lo vi muy decidido a plantarse en la separación, “ya veré luego lo del divorcio”, me dijo y agregó: “Sabes, lo que más pavor me daba en todo este tiempo era separarme y hoy lo único que quiero es estar en paz”, remató.
Pensé que buena parte de la sobrevivencia hetero se basa en su domesticación del miedo. Y que la estabilidad familiar se suele asociar obsesivamente en los bienes materiales, la gratificación inmediata del consumo, flujo de dinero que suponen un estatus de seguridad. La desesperada carrera por hacerse de patrimonios que puedan convertirse en herencias, la sobrevaloración del legado. La idea de que la familia se unifica proporcionalmente a la capacidad de consumo, lo que a su vez gesta infames desigualdades. Incluso cuando leo trágicas historias sobre parejas de homosexuales en las que cuando uno de ellos muere, el otro tiene que enfrentar a una desalmada familia que quiere dejarlo en la calle por no contar un documento que lo ampare ante la ley, redescubro la perversa relación que brota casi de manera espontánea entre la familia y el consumismo acumulado. ¿Por qué habríamos los homosexuales de replicar lo mismo? Si algo nos ha demostrado la cuarentena es que podemos vivir día a día con lo necesario y un buen soundtrack. En fin, ahí están, paternidades homoparentales comercializando úteros para que la estirpe les sepa más real, inscribiendo a sus hijos adoptados en colegios privados, católicos. El matrimonio es el triunfo del bienestar hetero. Nunca nuestro. Ahora el matrimonio igualitario nos inserta miedos entre nosotros. Discrimina moralmente entre los gays promiscuos de los recatados, aunque sea de forma virtual, como le sucedió a mi cuate. No creo que tener una cuenta en el Scruff sea un argumento suficiente como para solicitar el divorcio.
Antes de irse a su tierra, le pedí a mi huésped de una semana si podría escribir sobre su experiencia. Así que también aprovecho para pedirle disculpas si es que en una de esas borracheras intenté meterle mano con una insensibilidad aberrante. Es por eso que casi no tengo amigos gays.
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