En un mundo ideal los procesos electorales culminan al contar los votos y determinar ganadores, en México desde hace muchos años hay una práctica poco democrática de impugnar casi todas las elecciones, salvo aquellas en donde la paliza fue tan evidente que ya no hay nada que salvar e incluso en esos casos hay personas temerarias que de todas formas impugnan.
Sin embargo, en la inmensa mayoría de los casos, impugnar no sirve de nada, en más del 99% de los procesos se confirma el resultado original, pero en el inter se tensa a la ciudadanía, se eleva la cantidad de personas que requieren los tribunales electorales para atender los asuntos y por tanto también le cuesta más al país.
Y no estoy diciendo que no deba haber impugnaciones, por supuesto que es una herramienta básica de la política, para garantizar la limpieza de los procesos, mi punto es que por parte de los partidos y candidatos se ha hecho un uso exagerado e irresponsable de este instrumento.
En Estados Unidos existe una práctica muy común en donde si un candidato no es favorecido por el voto popular, sale públicamente a reconocer su derrota, a felicitar al ganador e incluso le hace una llamada de cortesía, de hecho existe presión social para que los candidatos reconozcan su derrota y es mal visto que alguien impugne si no tiene elementos suficientes.
En nuestro país pasa lo contrario, se impugna se tenga o no se tenga la razón, lo cual genera efectos contrarios, por ejemplo, mina la confianza en los árbitros y las autoridades electorales, porque hay segmentos de la población que quedan descontentos.
Por ello, ya es tiempo de que la ciudadanía haga esa presión social para que las impugnaciones se utilicen cuando realmente haya elementos para pensar que un proceso no fue limpio o que intervinieron factores que alteraron la voluntad popular, y no como un arma para seguir atacando al candidato contrario.
victorsanval@gmail.com
@victorsanval