Existen dos tipos de historias; la historia a secas y la historia de bronce. La primera es una ciencia con todo su método y la segunda es propaganda.
La historia de bronce es un traje que confeccionan las naciones para la gala del desfile. Es, hacerse de una narración heroica que le de sustento al orgullo patrio. Son las hazañas del abuelo que construyen la mitología de la familia. Es una explicación benévola que busca la dignidad de los orígenes.
Le llaman de bronce porque su producto final son los monumentos que adornan las avenidas de la ciudad. Pero también esa historia nacionalista y enaltecedora se traslada a los libros de texto, al dominio público y anhela el fervor ciudadano. Esta falsa historia, que en principio tiene la noble razón del patriotismo, se convierte muy pronto en la principal fuente de la manipulación política.
La historia de bronce es radical, no concede matices. Construye sus propios enemigos y se coloca siempre en el bando de los mártires. Los gobiernos idealistas adaptan a sus programas de gobierno los trozos de la historia patria que coinciden con sus objetivos con la ilusión de que mañana sean estampas escolares.
La ciencia de la historia desnuda con gran facilidad cualquier intento de burla. Sus métodos son la investigación, la comprobación de hechos, los testimonios y todo aquel elemento lógico que descubra la aproximación más cercana a la realidad.
La historia real es cruda y pragmática, ajena al romanticismo. Ni Juárez fue un patricio inmaculado, ni Porfirio fue el dictador opresor. Ambos hombres tuvieron aciertos y errores; los historiadores profesionales estudian su tiempo y circunstancia. El juicio de la historia es, habitualmente, al gusto del juzgador.