Hace un año parecía que todos hablábamos de aquella cinta que exploraba un momento muy específico en la vida de Bob Dylan.
Pues ahora prepárense, porque pronto estaremos hablando de la que retrata un instante igual de revelador en la vida de Bruce Springsteen, y me parece algo fantástico.
Hay que decirlo: estas películas son criaturas muy distintas a lo que fueron Rocketman (Elton John) o Bohemian Rhapsody (Freddie Mercury). Tal como el músico al que rinden homenaje, la nueva cinta sobre El jefe —interpretado por Jeremy Allen White— es una obra de autor que se centra en uno de los periodos más solitarios de su carrera.
La película habla de cuando decidió dejar la fama al otro lado de la puerta y crear Nebraska con una simple grabadora, un puñado de casetes, los fantasmas de su pasado y el impulso de huir de una celebridad que, inevitablemente, volvería a alcanzarlo (después llegarían Born in the USA y I’m on Fire).
El largometraje avanza con la misma cadencia que Nebraska y eso la hace una cinta aún más poderosa.
Su disquera no podía creer lo que escuchaba, y su agente y amigo, Jon Landau —interpretado magistralmente, como siempre, por Jeremy Strong—, tuvo que defenderla con el alma. Y “alma” es la palabra correcta cuando se trata de un artista que se niega a crear algo que no provenga de su búsqueda interior.
La dirección de Scott Cooper acompasa perfectamente esas emociones. En un mar de biopics llenas de excesos y caídas, esta historia de introspección, depresión y redención se siente como un respiro. Y quizá sea también una puerta de entrada a la extraordinaria discografía de Springsteen para las nuevas generaciones en busca de genios auténticos.
