Hoy llega a Netflix la extraordinaria serie de Luis Estrada, basada en la novela de José Ibargüengoitia, Las muertas. Sabemos que aquella obra partió de hechos reales sobre dos madrotas (ni me digan, no existe forma políticamente correcta de nombrarlas ni intención de proteger su dignidad). También sabemos que ese caso y ese libro dieron origen a la célebre cinta Las Poquianchis (1976), de Felipe Cazals.
Recuerdo que esa película se consideraba una de las muy pocas en su género —junto con Canoa y El apando—: denuncia y realismo brutal. ¿Tiene sentido volver a contar esa historia hoy? Trágicamente, sí. Porque el abuso y la trata de mujeres no son cosa del pasado. Y de feminicidios, ni hablemos. Y porque en las expertas manos de Estrada, quien no conoce el temor, la historia nos llega otra vez, aunque en la vida real ya no podamos procesarla sin quebrarnos.
Duele, y por eso lo único que nos queda es reír un poco: el tono es la más oscura de las sátiras, con personajes tan faltos de autocrítica y decencia humana que resulta escalofriante.
Muchos van a descubrir esta historia por primera vez. No creo que se sorprendan al ver cómo la prensa la reportaba con amarillismo, porque ese estilo ya se volvió cosa de todos los días hasta en medios “respetables”. Tampoco por la corrupción rampante, visible en cada esquina y en tantos funcionarios descarados.
Estoy segura de que sorprenderá lo que un director y un elenco grandioso pueden hacer cuando tienen el tiempo —una serie limitada de seis capítulos— para desarrollar a fondo a los personajes y llevarlos hasta sus últimas consecuencias.
Las muertas duele, nos hará reír, sentirnos mal por reírnos y, al final, nos dejará reflexionando sobre qué hacer para que esas cosas algún día —con la esperanza bien puesta— dejen de ocurrir.