No pasa una semana en este negocio en la que no veamos alguna queja, respuesta o postura respecto a lo que ahora todo mundo llama woke, y no como algo bueno. El entretenimiento está viviendo un inevitable péndulo de cosas por las que tiene que compensar, y a veces eso no sirve a las historias.
Cuando sí funciona —un ejemplo claro de estos días podría ser La casa del dragón de HBO— las voces furiosas ante “tanta inclusión” pretenden que no vieron nada. Pero esta es una batalla que se ha vuelto de bandos políticos y no debemos dejar de hablar de ella. Pregúntenle a Disney cómo le ha ido con eso (necesitaríamos varios volúmenes para analizarlo).
Hay muchos conceptos que son muy buenos de origen, como es el caso del famoso DEI (Diversidad, equidad e inclusión), que ahora se han vuelto armamento en contra y a favor no de las compañías de entretenimiento, sino de las posturas políticas que parecen obligarnos a elegir una sola forma de entender todo, y si no quedamos cancelados en cualquier extremo.
Hago esta reflexión en el mes y en el fin de semana del desfile Pride con el deseo que dejemos de politizar absolutamente todo y solo tratemos de ser buenos seres humanos. ¿Por qué alguien podría tener un problema con el concepto de que el amor es amor? ¿Por qué en lugar de ser tratado como el tema de humanidad que es, sus enemigos lo adhieren a una enorme y absurda homogeneidad de posturas políticas que no siempre van de la mano? No son paquetes completos con partido político y enemigos prefabricados. Festejar con los demás el derecho a ser quien uno es, sin dañar a nadie, es digno precisamente de eso: de orgullo. Y elegir qué ver y qué no ver en el entretenimiento también es nuestra prerrogativa. Si está bien hecho la gente lo verá. Si no, pues no.
