Mañana regresa Jimmy Kimmel al aire después de una ausencia breve, pero suficiente para poner a Disney en una encrucijada. Dejarlo al aire implicaba enfurecer a sus socios —dueños de estaciones locales—, al gobierno de Trump y, sin duda, a quienes consideraron sus comentarios sobre MAGA tras el horrible asesinato de Charlie Kirk como crueles e insensibles.
Todo está en los matices; estos días pareciera que nadie se detiene a ver el contexto de las cosas: “O estás conmigo o eres mi enemigo al que hay que destruir”. Y queda claro, para quien se fije un poco, que eso no es exclusivo ni de la derecha ni de la izquierda.
Después de ver la reacción de millones de personas que creen en la libertad de expresión y en la Primera Enmienda de su Constitución, la suspensión se percibió como la gota que derramaba el vaso: un peligro mortal para el libre discurso. Más que notable que personajes como Ted Cruz, tan allegados al gobierno de Trump, advirtieran contra el riesgo creciente de silenciar voces de esa manera. Aunque odien lo que se dijo.
O fue eso o la gigantesca y creciente campaña de boicotear a Disney —dueños de ABC, donde se produce y transmite
Kimmel— lo que surtió efecto. Mañana lo veremos de regreso al aire, aunque aún no sabemos si será en todas las plazas.
Hagan lo que hagan, habrá un precio que pagar: público molesto y políticos furiosos. Pero lo que dijeron tiene todo el sentido del mundo: “Había que bajar la temperatura”. Y eso vale tanto para la suspensión como para el regreso; el nivel de furia, extremismo y peligro en la retórica que estamos presenciando no le conviene a nadie. A nadie.
Es cierto que el género del Late Night está en problemas y es un hecho que los ratings no son lo de antes. Con dolor veo que los cambios se avecinan. Pero no así. Nunca así.