El caso ocurrido en Villahermosa, Tabasco, ha estremecido al país. Derek, un adolescente de apenas 14 años, fue detenido acusado de liderar una célula criminal dedicada al secuestro, asesinato y narcomenudeo. Portaba un arma Uzi y en su celular se encontraron videos de víctimas. No es una historia de ficción ni un relato sacado de una serie de televisión: es la realidad de un México que se está desangrando desde adentro.
La pregunta que debemos hacernos como sociedad es cómo llegamos hasta aquí. ¿En qué momento un niño dejó de soñar con estudiar, jugar o tener amigos, para empuñar un arma y volverse parte de una maquinaria de muerte? No se trata de justificarlo, sino de comprender las raíces profundas que permiten que el crimen organizado reclute a menores con tanta facilidad.
Tras la pandemia, los problemas de salud mental se dispararon de manera alarmante. La ansiedad, la depresión, la violencia intrafamiliar y la falta de acompañamiento psicológico dejaron heridas profundas en niños y adolescentes. Muchos crecieron en entornos donde la desesperanza es la norma, donde el abandono emocional es constante y donde la vida humana pierde valor desde muy temprano.
Por eso, el gobierno debe invertir con urgencia en la protección, el fortalecimiento y el acompañamiento de las familias. No hay política pública más efectiva que una familia unida, funcional y emocionalmente sana. Si seguimos permitiendo que la desintegración familiar avance sin contención, los criminales seguirán encontrando en los jóvenes el terreno más fértil para sembrar violencia y reclutar nuevas generaciones de víctimas y victimarios.
Debe existir un programa integral, no solo de protección a niñas, niños y adolescentes, sino de protección al núcleo familiar. Hoy se promueve el divorcio o la separación sin garantizar que los hijos reciban atención psicológica o emocional. Los menores son quienes menos culpa tienen y, paradójicamente, quienes más sufren las consecuencias de decisiones adultas tomadas sin acompañamiento profesional ni responsabilidad compartida.
México necesita una estrategia nacional de salud mental que empiece en casa, continúe en las escuelas y se refuerce en las comunidades. No podemos seguir actuando como si los delitos cometidos por menores fueran simples excepciones; son síntomas de un país roto, donde los vacíos del Estado y de la familia los llena la violencia.
El caso de Derek, “El Niño Sicario”, no debe quedar solo como un titular que indigne unos días. Es un espejo que nos obliga a vernos como sociedad, a reconocer nuestras omisiones y a preguntarnos qué valores, cuidados y oportunidades estamos negando a nuestra niñez.
Porque detrás de cada historia de violencia infantil hay un Estado ausente, una familia fracturada y una sociedad indiferente. Si queremos un México distinto, debemos empezar por reconstruir la raíz: la familia, la educación emocional y el sentido de comunidad. Solo así podremos evitar que más niños cambien los sueños por las armas.