Sobran fechas para añorar mi país de nacimiento. Vine a California concluyendo estudios en la Secundaria Técnica 72, hoy Profesora Paula Nava Nava, en la colonia Agrícola Pantitlán, donde integré la escolta y orgullosamente desfilaba honrando efemérides —como el 5 de febrero— y nuestro lábaro patrio.
Recuerdo las clases de civismo impartidas por caballeroso y sabio profesor —siempre de traje—. Explicaba la naturaleza de los seres humanos a partir de la necesidad de guiar su convivencia mediante reglas de comportamiento.
Así, exponía que el Estado —territorio, población y gobierno— era la mejor solución que la humanidad se había dado para vivir con elemental racionalidad. Su “acta de nacimiento” se encontraba en la Ley Suprema, fuente de garantías para proteger los derechos fundamentales de los individuos y la forma de gobierno democrática y representativa, así como del reconocimiento de la soberanía del pueblo, origen del poder y sus funciones ejecutiva, legislativa y judicial.
Ante lo abstracto del tema clarificaba expresando que la Carta Magna era un pacto con los principios, valores y metas que los integrantes de la nación se proponían cumplir para alcanzar la felicidad. Asimismo, que la de 1917 —ya centenaria— condensaba lo mejor de las luchas de los mexicanos al instituir mecanismos para construir una sociedad en la que se moderara la opulencia y la indigencia, sueño del gran Morelos, Siervo de la Nación.
Repasábamos artículos y señalaba que nuestra Constitución era vanguardia mundial: además de proteger las libertades individuales y postular la igualdad de todos ante la ley, fue la primera en instituir derechos sociales para asegurar el acceso a los bienes de la educación —laica y gratuita de la que fui beneficiaria—, el trabajo y la justicia —en su acepción más amplia— a la mayoría del pueblo, especialmente a los menos favorecidos.
Puntualizaba que un buen ciudadano es el que hace aquello que la ley no le prohíbe, mientras que un buen gobernante es el que actúa acatando lo que la Constitución y el orden jurídico le instruyen…
Con estas remembranzas reafirmo mi fe en el Derecho como nuestra principal herramienta para edificar un mundo mejor y, con ello, que el ejercicio del poder público no puede subordinarse a la improvisación de quienes lo representan, pero mucho menos al capricho de caudillos, iluminados o déspotas.
¡Y ya el presidente de Estados Unidos experimenta esta afirmación con el veto judicial a su orden ejecutiva discriminatoria...!
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