Los caudillos populistas siguen, todos ellos, recetas de manual. Sus procederes son tan parecidos como previsibles. En un primer momento, se presentan ante el respetable público –los votantes, o sea— como los grandes impugnadores del orden establecido, hermanándose así con las luchas revolucionarias y atizando, consecuentemente, la rebeldía de los ciudadanos. Pescan en el río revuelto de los descontentos y rentabilizan muy provechosamente la insatisfacción, casi universal, de la gente en este planeta.
Sin embargo, lo que pareciera un muy saludable y jubiloso cuestionamiento del “sistema” no será otra cosa que el progresivo desmantelamiento del entramado institucional, pretextando que no es una edificación dispuesta para servir los intereses del “pueblo”, evocado en todo momento como el primerísimo beneficiario de la nobilísima cruzada transformadora, sino una perversa maquinaria montada por los privilegiados de siempre, los grandes culpables de un estado de cosas fundamentalmente injusto.
El propósito –apenas encubierto o, en todo caso, declaradamente manifiesto para los observadores bien advertidos que siguen la trama desde la barrera— es la conquista de un poder prácticamente absoluto, sin los contrapesos que establece la democracia liberal. Precisamente por ello es que tiene lugar la arremetida en contra de los organismos autónomos, los jueces, los parlamentarios de la oposición, la prensa independiente y todos aquellos actores sociales que puedan significar un obstáculo a los designios del supremo mandamás.
La estrategia necesita igualmente de los correspondientes niveles de virulencia –no es el tradicional ejercicio de gestión de lo público que acostumbran los gobernantes moderados— y, de tal manera, en el campo de mira del referido pueblo deben ser dibujados los correspondientes enemigos y fomentado, también, un divisionismo a la medida del resentimiento de los sectores de la sociedad que se sienten agraviados.
A los incitadores de la discordia no les preocupa demasiado lo desastrosa que pueda ser para la vida de la nación la deliberada segmentación entre seguidores bondadosos y adversarios obligadamente innobles, una desintegración tan funesta como irreversible en el mediano plazo, siendo que el llamado primigenio de la patria nos convoca a edificar, todos juntos, una casa común.
Por el contrario, la siembra de odio es parte consustancial del programa y la constante propalación de denuncias y acusaciones es la herramienta perfecta para que siga candente la llama del resarcimiento, la venganza exigida por los pueblos firmantes del victimismo: no es ninguna casualidad que la nueva historia oficial sea, en los hechos, un permanente ajuste de cuentas con el pasado. En el siguiente artículo habremos de completar este esbozo de cómo el paisaje populista va transformando la geografía de nuestros países.