El acartonamiento de las corcholatas es el subproducto perfectamente natural de la obediencia que le deben al supremo elector.
En cualquier campaña electoral —así sea que no podamos hablar de que las hostilidades hayan comenzado formalmente en estos momentos— los competidores se tunden de lo lindo y sacan a relucir las miserias del de enfrente. Exponen también las promesas de siempre y, cuando el propósito de la batalla es arrebatarle el poder al adversario, le asestan acusaciones, denuncias y censuras sin tregua alguna.
Lo que estamos viendo ahora es enteramente otra cosa. Para empezar, no están compitiendo realmente entre ellos sino haciendo méritos para ganarse la aprobación del antedicho máximo juez. Tampoco están cuestionando, faltaría más, las políticas públicas que ha implementado el actual régimen y en el terreno de la crítica su único recurso es remontarse al pasado para seguir repartiendo culpas.
En lo que toca a los posibles proyectos o ideas que pudieren proponer, el simple hecho de formular alguna acción los llevaría a confrontarla, justamente, con la inoperancia de un gobierno que ha desatendido cuestiones urgentísimas como la salud y la seguridad pública. De tal manera, la discípula más aventajada de la cuadrilla no pasa de ser una copia al carbón de su mentor y cuando algún otro, como Ebrard, se aventura a proponer, digamos, una estrategia de combate a la delincuencia, no se mete a fondo en el tema —una empresa verdaderamente colosal que debería, entre otras tantísimas acciones, promover el fortalecimiento de los cuerpos policiacos locales, reformar totalmente el aparato de la justicia, implantar un verdadero Estado de derecho y diseñar operaciones tácticas en los frentes abiertos del territorio nacional— sino que lo plantea como algo que necesita, sobre todo, de mayores recursos tecnológicos.
No les queda otra cosa, entonces, que la grisura de seguir encorsetados en un guion, tan previsible como aburrido, hecho de consignas aprendidas y complacencias para un solo destinatario.
El régimen de la 4T proclama que vivimos en el mejor de los mundos. Y las corcholatas, desde luego, tienen que apechugar. Sí señor, responden, vamos muy bien. ¿Y el respetable público? Pues, bosteza...