La existencia de los déspotas es uno de los grandes enigmas de las sociedades humanas. Después de todo, son individuos que se imponen a los demás y los avasallan. Ciertamente, en el reino animal los machos más fuertes y violentos son los que tienen el mando pero no se pueden extrapolar de manera tajante los esquemas de la biología a una especie cuyo rasgo más distintivo es el raciocinio.
Justamente, la racionalidad parece no operar cuando la persona renuncia a su soberanía para someterse a un sujeto que, encima, va a hacer el peor uso de sus atribuciones.
El poderoso suele dominar a través del miedo —amedrentando a sus súbditos— pero en un primer momento carecía de las facultades para destruir vidas y su preeminencia resultaba meramente del encantamiento que generaba entre la gente. Ahí comienza el misterio, señoras y señores, en la extraña querencia de los pueblos a la adoración de un caudillo.
Al final, cuando aquel autócrata en ciernes ha consumado su muy personal empresa de convertirse en un auténtico tirano, sus antiguos devotos se vuelven sus primerísimas víctimas. Es demasiado tarde, desde luego. El mal está hecho y el camino de vuelta es tan azaroso como amenazante.
Algo está ocurriendo en el mundo en estos momentos, miren ustedes: el paisaje se puebla cada vez más de personajes de esa calaña. A los monstruosos Stalin, Mao Zedong y Hitler de la pasada centuria les hacen ahora competencia sujetos de menor calibre, hay que decirlo, pero que no debieran ya aparecerse en el escenario al haberse consagrado la democracia liberal como el sistema imperante en el planeta.
El advenimiento de Putin viene siendo una suerte de aberración, un fenómeno que no debiera tener ya lugar en estos tiempos pero lo más inquietante es que en el seno mismo de una nación incontestablemente democrática como los Estados Unidos haya surgido la figura de Donald Trump, un hombre verdaderamente peligroso, y que líderes de perfiles autoritarios —Orban, en Hungría; Modi, en la India; Erdogan, en Turquía y Netanyahu, en Israel, por no hablar de dictadores declarados del pelaje de Nicolás Maduro, Kim Jong-un y Daniel Ortega— estén ahí y sigan ahí.
Esta regresión se explica, tal vez y de manera paradójica, por el descontento global de las poblaciones y por su rechazo al orden imperante. Los partidos políticos sobrellevan un gran desprestigio y la propia democracia no es demasiado valorada por los votantes en tanto que no la relacionan con el bienestar que ambicionan o, inclusive, con los provechos que ya disfrutan.
Estamos viviendo, por lo que parece, un retorno al universo de los caciques. En estos pagos, quien ha leído muy bien esta realidad, entre otros aspirantes, es Alejandro Moreno, el tal Alito. Se las ha apañado, por sus pistolas, para ser el líder perpetuo del PRI.
En México necesitábamos buenos aprendices, vaya que sí, y ya dio un paso al frente el señor.