Puede ser que el Presidente no sepa manejar una crisis epidemiológica en el país. Es lo más probable, si tomamos en cuenta los más de 52 mil muertos que hasta ahora tenemos, debido a la negligente gestión en el combate a una pandemia anunciada. Pero es un experto en simbología y teatralidad política. Lo demostró desde el primer día de su mandato, cuando organizó la ceremonia religiosa-new age para ser sacralizado en el poder por los supuestos representantes de los pueblos indígenas del país.
No importaba la realidad, sino lo que se quería representar; el pueblo lo consagraba. El ritual pasaba incluso a ser más importante que el resultado electoral; los dioses bendecían al nuevo gobierno. Poco importa que estas bendiciones no hayan servido de mucho, como se puede constatar por los resultados. Como no les sirvió en su momento a los gobernadores Duarte consagrar a sus estados al Sagrado Corazón de Jesús y a la Virgen María.
En el caso actual del gobierno federal, los miles y miles de muertos, por la violencia sin freno y por la pandemia mal manejada se convierten en la ofrenda sacrificial necesaria para la purificación del país. La realidad cotidiana ya no importa, más que para los que tienen que enterrar a sus muertos, pues ahora ya vamos a iniciar nuestro verdadero despegue.
Tenemos dinero porque ya no hay corrupción, ya se están generando miles de empleos, los contagios ya se estabilizaron, vamos a garantizar la salud para todos los mexicanos, como establece el artículo 4º de la Constitución y ya capturamos a quien estaba generando toda la violencia en el país. Ahora sí, vamos a empezar a crecer, objetivo que después de ser devaluado, vuelve a aparecer en el lejano horizonte mexicano.
Sí, en efecto, hay muchos muertos, pero los vamos a honrar, así como a médicos y enfermeras (el Presidente sigue pensando que los médicos son todos hombres y los enfermeros son todas mujeres), con un minuto de silencio. Un gran minuto, que se propone, atravesando salones, pasillos y patios del Palacio Nacional, como para mostrar la grandeza de esta Presidencia a través de sus muros y con los cuales la nación se puede identificar. Un minuto que se siente y se vive no solo en total silencio, sino también en la enorme soledad del patio histórico. Y en ese minuto, si es acompañado, le permite a cada quien reflexionar sobre esas decenas de miles de muertos.
En mi caso, pienso que se pudieron haber evitado, que hay un enorme cinismo en querer rendirle un homenaje a quienes no protegiste, como era tu deber, en seguir prometiendo salvaciones futuras, a sabiendas que lo que viene (y que de hecho ya está aquí) es una terrible crisis económica, con incalculables consecuencias sociales y políticas.
La esperanza muere al último y eso lo sabe el Presidente. Por eso el 15 de septiembre llenará de antorchas el Zócalo; para intentar revivir ese sentimiento que ignora el presente y finca expectativas en el posible cumplimiento de las promesas, no cumplidas. La realidad no importa. Lo que cuenta es esa ilusión en un futuro mejor. El Presidente ve su reloj. Aplaude largamente y se va. El minuto de empatía teatral se termina y la realidad regresa.
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