La visita del secretario de Estado de la Santa Sede, Pietro Parolin, ha servido para calibrar la relación entre nuestro país y ese sujeto de derecho internacional, en el que se confunden el gobierno de la Iglesia católica y el del Estado de la Ciudad del Vaticano, figura que le hace posible una representación política. Conozco personalmente a Monseñor Parolin, desde hace muchos años, cuando él era ya un funcionario medio, aunque de creciente importancia en la secretaría de Estado. Como buen diplomático, fogueado además por personajes como Girolamo Prigione y por la propia escuela diplomática vaticana, se distingue además por su mesura y prudencia en una amplia y exitosa trayectoria que lo ha llevado por todo el mundo, incluida la Venezuela populista.
Si la Santa Sede, en este caso el papa y el propio secretario de Estado, decidieron que valía la pena una visita a nuestro país, es porque juzgaron oportuno afianzar la postura de la Iglesia católica. Particularmente, me atrevo a especular, ante los vaivenes de nuestro Presidente en materia de Estado laico y posturas religiosas, que van del apego a las imágenes milagrosas, hasta el esoterismo posmoderno, pasando por los guiños a las Iglesias evangélicas. En un claro mensaje a López Obrador, Parolin señaló que México necesita reconciliarse y unirse, evitando el gran mal de la polarización. La Santa Sede sabe que, por un lado, hay católicos en todos los partidos y movimientos políticos. Pero, sobre todo, quiere dejar asentado que la Iglesia puede cumplir un importante papel en una posible y necesaria reconciliación nacional.
Se podría pensar que, después de todo, la Iglesia católica tiene ante sí al ideal de presidente: un personaje que no solo se ha declarado católico ante los propios obispos y que no duda en traer en su cartera la imagen del sagrado corazón de Jesús para protegerse del coronavirus, sino también alguien que se dice seguidor de Jesucristo. Pero la jerarquía católica sabe también que López Obrador es un populista, católico “a su manera”, cercano a todo tipo de líderes religiosos y chamanes de varias corrientes neomexicanistas y nativistas; por lo tanto, proclive a escuchar y a practicar interpretaciones religiosas heterodoxas y hasta new age. En suma, que su adhesión a los ideales cristianos no pasa necesariamente por su cercanía a la institución eclesiástica o a sus obispos en México. Su guía espiritual es un sacerdote con muchos problemas frente a la jerarquía. No es, pues, el Presidente, una garantía de nada. De allí que Parolin insista entonces en una cuestión de más fondo y por la cual la Santa Sede ha venido pugnando: una “laicidad positiva”, a la que ahora le agregan “constructiva”. El secretario de Estado de la Santa Sede lo definió así: “Lejos de ser un motivo de división y oposición, al principio de laicidad le compete por un lado respetar y acoger la valiosa contribución que las convicciones espirituales ofrecen a la sociedad y, por el otro, también actuar como barrera a cualquier tipo de desvío fundamentalista y secularista”. Eso es lo que quiere el Vaticano en México. Lo que todavía no sabemos es lo que quiere el gobierno mexicano.
Roberto Blancarte
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