Corre contra los fundamentos de la confianza en la especie humana que en un momento dado la idiotez pueda convertirse en un evento masivo. Este es el argumento central del último filme de Adam McKay, ¡No mires hacia arriba!, disponible en la plataforma Netflix desde el viernes 24 de diciembre.
Se trata de una comedia, nada graciosa, sobre las desgracias de nuestra época y también sobre la responsabilidad general de los peores actos cometidos.
Estamos preparados para que nos defraude el individuo, pero no para que lo haga el género humano. Es decir, que estamos predispuestas para desconfiar de la persona concreta, pero para descreer del conjunto.
Pocas cosas tranquilizan mejor la ansiedad social que individualizar responsabilidades por los yerros y los crímenes. Somos capaces de soportar la maldad detrás de un asesinato mientras se trate de un hecho aislado, o bien. que la obra sea perpetrada por una persona que perdió la razón y, una vez reducida y encerrada, no pueda repetir el mal.
En efecto, en tanto la culpa de las desventuras humanas pueda asignarse a un sujeto puntual, que posea nombre y apellido, seguiremos creyendo en la humanidad.
Sin embargo, hay evidencia que conduciría a contrariar esta creencia: el genocidio nazi no fue responsabilidad exclusiva del canciller alemán Adolfo Hitler; la limpieza étnica en Bosnia, en contra de las poblaciones musulmanas, no tuvo como único ejecutor al líder político serbio Slobodan Milosevic; tampoco el lanzamiento de las bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagazaki fue una decisión imputable solo al presidente estadunidense Harry Truman.
¡No mires hacia arriba! es un filme que, como estos otros episodios de la historia, aborda la idiotez humana que a la vez es letal, contagiosa y masiva.
Es un llamado para mirar descarnadamente un futuro que nadie mereceríamos y que, sin embargo, es posible concebir cada vez que por exceso de confianza renunciamos a pensar.
Dos científicos (interpretados por Jennifer Lawrence y Leonardo DiCaprio) —cuya existencia transcurre pacíficamente en un observatorio estelar de la universidad de Michigan— descubren un meteorito que se dirige hacia la Tierra y cuyo tamaño podría ser similar al que hace 66 millones de años hizo desaparecer a los dinosaurios.
Pero, a diferencia de lo ocurrido con el Chicxulub, esta vez hay una especie en el planeta que cuenta con un margen de seis meses para reaccionar y también con tecnología capaz de disminuir el daño.
El verdadero drama surge cuando otro evento catastrófico, de probable talla mayor, se opone a la solución de la amenaza: la idiotez humana masificada. Según la narración, pocas personas —entre quienes podrían cambiar el curso de los hechos— se tomarían en serio la profecía porque habría otras prioridades, y la coalición de las sandeces terminaría colocando a la humanidad en circunstancia de indefensión.
El liderazgo político naufragaría inmerso en la obsesión que hoy tiene por satisfacer, en las urnas, su monumental narcicismo; los medios de comunicación, de su lado, no lograrían apartarse del onanismo proporcionado por sus audiencias alimentadas cotidianamente con falsedad; las y los influencers —versión posmoderna de los antiguos agoreros— también consumidos por la compulsión de sumar seguidores, serían cómplices tempranos de la devastación; la comunidad científica naufragaría en el maremoto del debate público, y a este zoológico se sumaría el poderío de unos cuantos negocios digitales con capacidad de someter, globalmente, a las autoridades electas democráticamente.
Según el relato de este filme, el futuro habrá fracasado cuando mirar hacia las estrellas se convierta en un acto tan sospechoso como reflexionar a partir del criterio propio. Es decir, cuando la mayoría obligue a bajar la mirada hacia la fosa donde una vez ocurrido el cataclismo yacerá la especie humana.
Todo ello envuelto en un falso debate ideológico dispuesto para ocultar la estupidez y sus respectivas banalidades.
La figura del meteorito representa cualquiera de las amenazas que hoy desafían al género humano: el calentamiento global, las pandemias de coronavirus, el descarte de la ciencia, la corrupción de los gobiernos, la desinformación, la violencia organizada, la colusión empresarial, la deshumanización de las poblaciones migrantes, los privilegios injustos o la desigualdad.
Pero lo crucial del argumento de la película de McKay es la fórmula desastrosa con que se abordarían esos potenciales meteoritos.
Cuando los votos, las audiencias, los seguidores, las ganancias o la popularidad se hallan colocado por encima de todo, entonces, solo entonces, sobrevendría la catástrofe.
Los productores, el director y el extraordinario elenco de la película nos regalaron para este fin de año una pieza revulsiva, inconveniente, políticamente incorrecta y nada cómica que ofrece mucha conciencia sobre la época.
Cualquier cuerda en sus escenas que mueva al sentido del humor es solo un amortiguador dispuesto para tolerar la evidencia de nuestra potencial idiotez: la confianza ciega en las masas y la renuncia a la responsabilidad individual sobre los hechos que afectan a la sobrevivencia del conjunto.
Ricardo Raphael
@ricardomraphael