Es un problema fundamental saber si existe el libre albedrío, si el hombre es responsable de su destino; o si el destino está ineluctablemente trazado por causas ajenas.
Trasladado a los Estados, el problema es saber si los cambios dependen de las formas de gobierno y de la sociedad; o si están predeterminados.
El liberalismo social (no el neoliberalismo) postula la libertad como fundamento de las mejores formas de gobierno y sociedad.
El socialismo marxista, a pesar de negar que el destino sea inexorable, es una forma de determinismo que atribuye los cambios a condiciones económicas.
Suponiendo que la voluntad sea la causa de los cambios, si un gobierno decide transformar el régimen, debe resolver si será de manera pacífica, consensuada y gradual, o simplemente impuesta.
Y cuáles serán los resultados.
En México esto no es un planteamiento teórico sino existencial.
El gobierno de la república quiere transformar el régimen para, supuestamente, abatir la corrupción, los privilegios y la desigualdad.
La intención no es rebatible, pero es perturbador pensar que el fin subyacente sea imponer un régimen socialista con un gobierno autoritario o dictatorial: y con efectos ruinosos.
Es un anhelo común el bienestar general. Cómo alcanzarlo es el dilema.
Karl Popper en La miseria del historicismo, refuta que la historia esté preconcebida por fuerzas sociales y económicas; y defiende que las reformas sean democráticas y pacíficas; que avancen a través de amplios consensos, con ajustes y reajustes; y expuestas a la fiscalización de la crítica.
Y descalifica lo que llama ingeniería utópica u holística que es la reforma seguida por los movimientos inspirados en el socialismo que prescinden de consensos, arrollan a la crítica e imponen una dictadura justificada por un fin utópico.
Esa es la alternativa. El futuro depende de la respuesta.
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